domingo, 26 de abril de 2009

EL ALJARAFEÑO VIRTUAL MÁS UNIVERSAL: EL PÍCARO GUZMÁN DE ALFARACHE

Matheo Alemán: Primera, y segunda parte de la Vida, y Hechos del Pícaro Guzmán de Alfarache, escrita por…., criado del Rey Nuestro Señor, natural, y vecino de Sevilla. Dedicado al señor Don Joseph Bermudez, del Consejo de S. M. en el Real de Castilla. Corregido, y Enmendado en esta Impressión. Madrid: en la Imprenta de Lorenzo Francisco Mojados, impresso a su costa, 1750. 4º. 4 h. + 534 p. + 1 h.
Ejemplar encuadernado en plena piel de época con tejuelo rojo y guardas de papel de aguas de siglo XVIII.
LA EDICIÓN DE LORENZO FRANCISCO MOJADOS DE 1750
Esta es la edición de mi biblioteca que hoy presentamos. En el libro Mojados se dirige a don José Bermúdez, consejero del Consejo de Castilla y alude a la reimpresión del Guzmán realizada en 1723 por Juan de Montes Reyes quien, también, solicitó la ayuda y el patrocinio del consejero para editar, “renovar la memoria”, de la Vida y Hechos de Guzmán de Alfarache. Ahora, Mojados, hacía lo propio con el mismo personaje: “la prosecución de su asylo en esta posterior reimpresión” que, enmendada de defectos anteriores, sacaba ahora a la luz. Así ocurrió, y fue tasado en Madrid a seis maravedís cada pliego el 20 de noviembre de 1750.
No cabe duda de que, en efecto, el personaje más universal del Aljarafe, si atendemos a su virtualidad, es decir, como personaje de creación literaria, irreal si se quiere, que lleva el nombre del Aljarafe, o de una población muy significativa de esta genuina comarca: San Juan de Aznalfarache, es el famoso pícaro Guzmán de Alfarache que da nombre a una de las novelas picarescas más famosas de todos los tiempos; en realidad, ha pasado a la historia como la primera novela picaresca.
La primera parte del Guzmán de Alfarache vio la luz en Madrid en 1599, al año siguiente de la muerte de Felipe II, en un volumen en 4º con 256 folios en casa del licenciado Varez de Castro. En esta edición princeps del Guzmán se ofreció un grabado con el retrato de su autor, el sevillano Mateo Alemán, realizado en cobre por Pedro Perret. Aparece vestido de una forma elegante, “envarado con su gola cortesana”, y dirigiendo al lector una dura y fría mirada. Con el dedo índice de su mano derecha, decorada con puñetas rizadas, señala un raro emblema en el que aparece la araña y la serpiente que, además, presenta una filacteria con la inscripción (inspirada en la Historia Natural, X, LXXIV, 206, de Plinio): ab insidiis non est prudentia. A pesar de la exaltada prudencia de la serpiente, ésta no es lo suficientemente intensa para escapar de la vigilancia de la araña que, siempre al acecho, mata. Maurice Molho afirmó: “Medio siglo antes que Hobbes, Alemán hace suyo el homo homini lupus de la Antigüedad”. En efecto, más adelante dirá el propio Alemán lo siguiente (que, deberíamos leer mirándole fijamente a los fríos ojos con los que Perret lo retrató):
Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra, que hallándola descuidada se deja colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente, no apartándose della hasta que con su ponzoña la mata.
Frente al enigmático emblema se ubicó un escudo de armas que representa el águila bicéfala y un león rampante que aluden a la condición noble del retratado. La mano izquierda de Alemán reposa sobre un libro en el que se puede leer el nombre Cornelio [Tácito]. Fue sin duda un best-seller de su época, así lo expresaba el alférez Luis de Valdés al escribir el Elogio de la Segunda Parte de la vida de Guzmán de Alfarache, impresa en Lisboa en 1604:

¿Quién como él en menos de tres años y en sus días vio sus obras traducidas en tan varias lenguas, que, como las cartillas en Castilla, corren sus libros por Italia y Francia? […] ¿De cuáles obras en tan breve tiempo se vieron hechas tantas impresiones, que pasan de cincuenta mil cuerpos de libros los estampados y de veinte y seis impresiones las que han llegado a mi noticia que se le han hurtado, con que muchos han enriquecido, dejando a su dueño pobre?

Prácticamente había nacido la novela moderna aunque, como dice Pedro M. Piñero: “al lector español no todo le sonaría a nuevo, pues Celestina, desde finales del XV, y Lazarillo, desde mediados del XVI, habían ido preparando al público para la nueva narrativa”. (Pedro M. Piñero Ramírez: la publicación del Guzmán de Alfarache (Madrid, 1599) y la invención de la novela moderna. En, Atalayas del Guzman de Alfarache. Seminario internacional sobre Mateo Alemán. IV Centenario de la publicación de Guzmán de Alfarache (1599-1999). Sevilla, 2002, p. 22
EL ALJARAFE Y GUZMÁN DE ALFARACHE: CRÓNICA DE UN ENCUENTRO AMOROSO
El capítulo primero del libro primero del Guzmán es fundamental para entender la génesis aljarafeña de nuestro protagonista y, por supuesto, la adopción de su curioso y toponímico apellido que, por motivos de punto de honra, debía ocultar su auténtico nombre. En este capítulo inicial, y por medio de un relato autobiográfico narrado en primera persona, Guzmán da a conocer quién fue su padre así como su “confuso nacimiento”; para ello, y a riesgo de deshonrarlos transgrediendo el cuarto mandamiento, no tiene más remedio que “cubrir mis flaquezas con las de mis mayores”, ya que Guzmán será fruto de una “flaca” unión amorosa.
Dicho esto, veamos ahora quiénes eran los padres de este universal aljarafeño. El padre de Guzmán y sus ascendientes eran genoveses, “agregados a la Nobleza”, y dedicados a la actividad que ordinariamente se le presupone a un genovés: el comercio, “era su trato el ordinario de aquella tierra”, aunque el trato, el comercio, también “lo es ya, por nuestros pecados, en la nuestra, cambios y recambios por todo el mundo” (p. 4). Debido a esta profesión el padre de Guzmán fue acusado de logrero, es decir, de usurero, uno de los más graves pecados de la España de la Contrarreforma, aunque “No tenían razón, que los cambios han sido, y son permitidos”. Guzmán, en la defensa de la actividad paternal, no defiende el “prestar dinero por dinero sobre prendas de oro, o plata”, pero sí lo que absolutamente, es decir, esencialmente se entiende por cambio pues ello “es obra indiferente, de que se puede usar bien, y mal” (p. 5).
Tal como Guzmán nos describe a su padre podríamos deducir su acceso reciente a la práctica católica, todo parece indicar que, aunque dedicado a virtuosos ejercicios, oír misa, confesar y comulgar con frecuencia, era acusado por su entorno social de hipócrita. Guzmán padre aprendió a rezar, “(en lengua Castellana hablo)”, con un largo Rosario “entero de quince dieces”, regalo de la madre de nuestro Alfarache quien, esa sí, era cristiana vieja, expresada esta condición por nuestro relator de esta manera: “las cuentas gruessas más que avellanas, este se lo dio mi madre, que lo heredó de la suya”. Otro de los graves pecados de la época era la murmuración, abominable práctica que sufrió Guzmán padre a menudo, aunque no era para menos. Tras una serie de vicisitudes se había casado en Argel, (donde desesperado “renegó”), con una mora rica, “con una Mora hermosa, y principal, con buena hacienda” (p. 5). Tras esto no dudó en engañar a la pobre mora, vendió sus propiedades con lo que la dejó sola y pobre y se vino a España “reduciéndose a la Fe de Jesu-Christo, arrepentido, y lloroso, delató de sí mismo, pidiendo misericordiosa penitencia” (p. 6). A partir de estas acciones muy poco creíble fue el progenitor de nuestro paisano aljarafeño: “Esta fue la causa porque jamás le creyeron obra que hiciesse buena”; al parecer, quien alguna vez había delinquido lo más lógico era presuponerle que lo volvería a hacer: “quien una vez ha sido malo, siempre se presume serlo en aquel género de maldad”. En efecto, el padre de Guzmán se alzó con más de una hacienda ajena pues “los hombres no son de azero”. Obviaremos, por ahora, las disquisiciones de Guzmán en torno a la problemática de la época: la venalidad de los cargos en la Monarquía, la usura y la práctica comercial instalada en los ministros y la aversión, generalizada en los regidores de la moral, de los escribanos y continuaremos con lo que aquí nos interesa: la relación amorosa aljarafeña que dará como fruto a nuestro Guzmán de Alfarache.
En su repaso por los principales pecados de la época, Guzmán para criticar, en apariencia, el afeite en mujeres y, por supuesto, más aún en los hombres, nos recuerda cómo su padre fue acusado de afeitarse y, por ello, nos lo describe así: “era blanco, rubio, colorado, rizo, y creo de naturaleza tenía los ojos grandes, turquesados; traía copete, y sienes ensortijadas” (p.10). Para Guzmán si esto era así no sería ni lógico ni justo que el buen mozo de su padre ocultara sus galas “no fuera justo, dándoselo Dios, que se tiznara la cara, ni arrojara en la calle semejantes prendas”; ahora bien, Guzmán estaba dispuesto a condenar a su propio padre si esta belleza era conseguida artificialmente: “si es verdad, como dices, que se valía de untos, y artificios de sebillos, que los dientes y manos que tanto le loaban, era a poder de polvillos, hieles, jabonetes y otras porquerías, confessaréte quanto de él dixeres y seré su capital enemigo”. Para Guzmán, como para los moralistas católicos contrarreformistas, estas prácticas eran propias de mujeres y si eran seguidas por hombres serían “actos de afeminados maricas”; y, por ello, constituirían unas prácticas dignas de la murmuración y de que “se sospeche toda vileza, viéndolos embarrados, y compuestos con las cosas tan solamente a mugeres permitidas que por no tener bastante hermosura, se ayudan de pinturas, y barnices a costa de su salud, y dinero; y es lástima de ver, que no solo las feas son las que aquesto hacen, sino aun las muy hermosas”. (p. 11)
El padre de Guzmán llegó a Sevilla con la intención de cobrar una antigua deuda. Aquí jugó a los naipes y tuvo suerte “que ganó en breve tiempo de comer, y aun de cenar”. Regalado por la diosa fortuna, Guzmán padre puso en Sevilla una buena, y honrada, casa y como todo rico del patriciado urbano pretendió echar raíces, unas raíces que se objetivaban en la compra precisamente de bienes raíces sobre todo en el Aljarafe:
Puso una honrada casa; procuró arraygarse, compró una heredad jardín en San Juan de Alfarache, de mucha recreación, distante de Sevilla poco más de media legua, donde muchos días, en especial por las tarde el Verano, iba por su pasatiempo, y se hacían banquetes. (p. 12)
La fachada oriental del Aljarafe, la que se asoma al río Guadalquivir y a Sevilla había sido, lo fue hasta hace poco, un auténtico vergel, un paraíso terrenal (ya hablaremos de las descripciones que muchos literatos harán de este paisaje idílico). El patriciado urbano sevillano, desde la Híspalis prerromana, pasando por la Colonia Iulia Rómula hasta la Isbiliya hispanoárabe, siempre deseó tener propiedades, fincas de recreo, haciendas de olivar o viñas en esta genuina comarca: Jardín de Hércules, fue llamada por los romanos, el padre de Guzmán no quiso ser menos y adquirió, gracias a la fortuna, esta heredad jardín en San Juan de Alfarache.
Pero no todo era fortuna para nuestro genovés pues éste trataba, es decir, comerciaba en las gradas de la catedral sevillana como lo hacían otros muchos tratantes al hilo del comercio con Indias y al amparo de la Casa de la Contratación de Sevilla. Fue aquí en las gradas catedralicias y en un bautizo donde tuvo lugar el encuentro de los padres de Guzmán. La madre era la madrina de un neófito que a la sazón “era hijo secreto de cierto personaje”, mientras que el padrino era un viejo caballero vestido con hábito militar. Así nos describe Guzmán a su madre: “ella era gallarda, grave, graciosa, moza, y de mucha compostura”. Una bella cristiana vieja, provista de una belleza natural alejada del afeite, de la que quedó absolutamente prendado el tratante genovés que no le perdió ojo todo el tiempo que duró la ceremonia del bautismo: “como abobado de ver tan peregrina hermosura, porque con la natural suya, sin traer aderezo en el rostro, era tan curiosa, y bien puesto el de su cuerpo, que ayudándose unas prendas a otras, toda en todo, ni el pincel pudo llegar, ni la imaginación aventajarse”. (pp. 12-13). A la bella sevillana no se le fue por alto la insistente observación del tratante y esto, coqueta ella, le llegaría a gustar sobremanera: “entre sí holgaba de ello, aunque lo dissimulaba, que no hay muger tan alta, que no huelgue ser mirada, aunque el hombre sea muy baxo” (p.13). En una sociedad estamental, tan en teoría rígida y clasista, la mirada de admiración y deseo de un hombre sobre una mujer siempre era bienvenida por ésta aunque el mirador fuese un vulgar, y pecador, tratante. Tras el encuentro visual y la insistente contemplación comienza el lenguaje, la semiótica del amor por medio de la mirada y sus protagonistas: los ojos, entra en juego: “los ojos parleros, las bocas callando, se hablaron, manifestando por ellos los corazones, que no consienten las almas velos en estas ocasiones”. Pero la bella mujer tenía dueño, el padrino de aquel bautizo, el viejo caballero con hábito de orden militar “que por serlo comía mucha renta de la Iglesia”, era el poseedor de aquella prenda “dama suya, que con gran recato la tenía consigo”. A Guzmán padre no podía borrársele aquel bello rostro de su imaginación, “mi padre quedó rematado, sin poderla un punto apartar de sí”. El tratante hizo lo indecible por volverla a ver, sólo había un lugar de socialización para el encuentro entre los sexos: la iglesia en misa, “jamás pudo de otra manera en muchos días”. Sin embargo, quien la sigue la consigue, “la gotera caba la piedra”, el padre de Guzmán sabía que sólo una celestina podía señalar el camino hacia la bella dama, sólo el buen trabajo, impulsado por un buen pago, de una dueña celestinesca podría debilitar el bastión de la castidad de una mujer de su casa, que soporta la debilidad de un viejo y enfermizo marido: “Tanto cabó con la imaginación, que halló traza por los medios de una buena dueña de tocas largas reverendas, que suelen ser las tales ministros de Satanás, con que mina, y postra las fuertes torres de las más castas mugeres”. Estas celestinas funcionaban a base de ruegos, de favores y de reales de plata: “por mejorarse de mongiles, y mantos, y tener en sus caxas otras de mermelada, no habrá trayción que no intenten, fealdad que no soliciten, sangre que no saquen, castidad que no manchen, limpieza que no ensucien, ni maldad con que no salgan”. Fue la escritura el medio de comunicación soportado por el pequeño y discreto billete, la dueña celestinesca el vehículo de transmisión de dos polos que cada vez se atraían con más insistencia, a ello le sumaba nuestro tratante progenitor de nuestro pícaro Alfarache obras, se trataba de alcanzar la belleza, como preconizaba la religión católica respecto de la salvación, por medio de las obras: “A esta, pues, acariciándola con palabras, y regalándola con obras, iba, y venía con papeles”. Ninguna obra podía superar el dinero, el capitalismo inventado precisamente en Génova, alcanzaba ahora cotas insospechadas, la inmanencia que constituía al ser humano podía ser comprada con dinero: “por haver oído decir, que el dinero allana las mayores dificultades, siempre manifestó su fee con obras, porque no se la condenassen por muerta”. Guzmán padre no dudó un instante en gastar lo que hiciere falta por conseguir aquella sevillana belleza y comenzó a regar dinero: “Nunca fue perezoso, ni escaso: comenzó (como dixe) con la dueña a sembrar, con mi madre pródigamente a gastar, y ellas alegremente a recibir”. Pero el acto de recibir produce obligación de reconocer máxime si hay predisposición y, de camino, un buen trabajo celestinesco: “como al bien la gratitud es tan debida, y el que recibe queda obligado al reconocimiento, la dueña lo solicitó de modo, que a las buenas ganas que mi madre tuvo, fue llegando leño a leño, y de falcas estopas levantó brevemente un terrible fuego”. La madre de Guzmán dudaba ¿Qué hacer?, su marido, el caballero, estaba viejo, enfermo y achacoso por lo que pronto la dejaría sola: “era hombre mayor, escupía, tosía, quexabase de piedra, riñón, y orina” (p. 14); por el contrario, frente a la decrepitud de la vejez caballeresca, aquél tratante era bello y joven, entre el aspecto de los dos hombres no había punto de comparación: “muy de ordinario lo havía visto en la cama desnudo a su lado, no le parecía como mi padre, de aquel talle, ni brío”. La duda acechaba el corazón de la joven, su discreción la empujaba al recelo pero las armas inmanentes la arrastraban al adulterio: “Era (como lo has oído) muger discreta, quería, y recelaba, iba, y venía a su corazón, como al oráculo de sus deseos, poniendo el pro, y el contra, ya lo tenía de la haz, ya del embés, ya tomaba resolución, o ya bolvía a conjugar de nuevo. Últimamente, ¿qué no corrompe la plata, y qué no el oro?” (pp. 13-14). Guzmán habla de su madre y Alemán, embebido de la misoginia imperante, de la mujer y de su innata afición por el cambio y la novedad: “el mucho trato (donde no hay Dios) pone enfado: las novedades aplacen, especialmente a mugeres, que son de suyo noveleras, como la primera materia, que nunca cessa de apetecer nuevas formas” (p. 14)
La dama, futura madre adultera de Guzmán, posee las armas propias de mujer fruto de su experiencia y de la enseñanza de su propia madre; es decir, para Guzmán-Alemán la “maldad” de la mujer es heredada y transmitida por vía femenina: “la mucha sagacidad suya, y largas experiencias, heredadas, y mamadas al pecho de su madre, la hicieron camino, y ofrecieron ingeniosa resolución”. Esta ingeniosa resolución no fue otra que encontrarse con su joven amado, a pesar de ser una mujer casada, con el que estaba dispuesta a encontrarse, a provocar un encuentro amoroso. Este encuentro pecaminoso tendrá lugar en un paraíso, a modo de aquel paraíso terrenal donde dominaba al hombre la pérfida Eva, un paraíso terrenal ideal que sólo podía tener un correlato terrestre: la fértil comarca del Aljarafe, con una fertilidad tal que de sólo ese encuentro nacerá nuestro Guzmán de Alfarache. La bella dama había tomado la decisión, mantendría una relación adultera así aseguraría su futuro en el caso de la muerte inminente de su decrépito esposo, así nos dice Guzmán que discurrió su madre:
En esto no pierde mi persona, ni vendo alhaja de mi casa; por mucho que a otros dé, soy como la luz, entera me quedo, y nada se me gasta. De quien tanto he recibido, es bien mostrarme agradecida, no le he de ser avarienta, con esto coseré a dos cabos, comeré con dos carrillos; mejor se asegura la nave sobre dos ferros, que con uno; quando el uno suelte, queda el otro asido. Y si la casa se cayere, quedando el palomar en pie, no le han de faltar palomas.

Ahora sólo cabía preparar el plan del encuentro, para ello contaba con la estrategia celestinesca: “trató con su dueña el cómo, y quándo sería”. En este momento es donde entra en juego el Aljarafe, allí en la fachada oriental de la comarca con vistas al famoso río bético tenía el padre de Guzmán su heredad, la joven concertó una visita a una de esas maravillosas quintas, pero antes de narrar este episodio veamos cómo se describe por parte de Mateo Alemán, en la narración de Guzmán, aquel idílico lugar:

Era entrado el Verano, fin de Mayo, y el Pago de Gelves, y San Juan de Alfarache el más deleitoso de aquella comarca, por la fertilidad, y disposición de la tierra, que es toda una, y vecindad cercana, que le hace el Río Guadalquivir famoso, regando, y clarificando con sus aguas todas aquellas huertas, y florestas, que con razón (si en la tierra se puede dar conocido Paraíso) se debe a este sitio el nombre de él; tan adornado está de frondosas arboledas, lleno, y esmaltado de varias flores, abundante de sabrosos frutos, acompañado de plateadas corrientes, fuentes despejadas, frescos ayres, y sombras deleitosas, donde los rayos del Sol no tienen en tal tiempo licencia, ni permissión de entrada.

Sólo en este paraíso símbolo de la fertilidad, del poder simbólico de la naturaleza, de la feracidad, de la riqueza material, de la salud como era este Aljarafe ya desde época de romanos, podía darse este encuentro amoroso y, también como fruto de este amor pecaminoso, la generación del protagonista: nuestro Guzmán de Alfarache. Eva, la madre primordial, en el paraíso terrenal engañó a todos fingidora y veleidosa, ahora la madre de Guzmán en el paraíso del Aljarafe, engañará también a todos con su histriónica invención, el tratante genovés sólo tendrá que poner su cuerpo y su semilla para dar origen a nuestro pícaro y más universal aljarafeño. Sigamos a Guzmán-Alemán y veamos cómo se desarrolló la famosa generación de nuestro pícaro:

A una de estas estancias de recreación concertó mi madre, con su medio matrimonio, y alguna de la gente de su casa, venirse a holgar un día, y aunque no era a la de mi padre la heredad adonde iban, estaba un poco más adelante, en término de Gelves, que de necesidad se havía de pasar por nuestra puerta. Con este cuidado, y sobre-concierto, cerca de llegar a ella, mi madre se comenzó a quexar de un repentino dolor de estomago; ponía el achaque al fresco de la mañana, de do se havía causado, fatigóla de manera, que le fue forzosa dexarse caer de la jamua, en que en un pequqño Sardesco iba sentada, haciendo tales extremos, gestos, y ademanes (apretándose el vientre, torciendo las manos, desmayando la cabeza, desabrochándose los pechos) que todos la creyeron, y a todos amancillaba, teniéndola compassiva lástima. Comenzabanse a llegar passageros, cada uno daba su remedio, mas como no havía de donde traerlo, ni lugar para hacerlo, eran impertinentes; bolver a la Ciudad imposible; pasar de allí dificultoso, estarse quedos en medio del camino, ya puedes ver el mal comodo; los accidentes crecían; todos estaban confusos, no sabiendo que hacerse. Uno de los que se llegaron (que fue de propósito echado para ello) dixo: Quitenla del passage, que es crueldad no remediarla, y métanla en la casa de esta heredad primera: todos los tuvieron por bueno, y determinaron, en tanto que passasse aquel accidente, pedir a los caseros la dexassen entrar, dieron algunos golpes apriessa, y recio: la casera fingió haver entendido que era su señor, y salió diciendo: Jesús¡ Jesús¡ ay Dios, perdono V. md. que estaba ocupada, y no pude más: bien sabía la vejezuela todo el cuento, y era de las que dicen: no chero, no sabo: dotrinada estaba en lo que havía de hacer, y de mi padre prevenida, demás que no era lerda, y para semejantes achaques tenía en su servicio lo que havía menester….” (p. 15)

El viejo caballero pidió a la casera refugio y posibilidad de descanso para su joven, bella y dolorida esposa que no paraba de quejarse de un intenso dolor en su vientre: “Mi madre a todas estas no hablaba, y de solo su dolor se quexaba”. La vieja casera, la de “no chero, no sabo” vistió una cama con sábanas limpias; mientras tanto, “Mi madre con sus dolores desnudóse, metióse en la cama” a la par que pedía paños calientes que, en apariencia, se aplicaba en el vientre pero que en realidad “los baxaba más abaxo de las rodillas, y aun algo apartados de sí”, puesto que temía que esta aplicación pudiera llevarla a “alguna remoción, de donde resultara afloxarse el estomago”. Mientras esto ocurría, el viejo caballero la dejó en la cama, ordenó silencio y no molestarla “luego cerrando con un cerrojo la sala por defuera, se fue a desenfadar por los jardines” dejando de portera y guarda de la flor a la famosa dueña que nada chería y nada sabía. Una vez quedó la casa libre de miradas indiscretas, Guzmán padre salió de su escondrijo y entró en la preparada habitación:

en aquel punto cessaron los dolores fingidos, y se manifestaron los verdaderos. En esto se entretuvieron dos horas largas, que en dos años no se podría contar lo que en ellas pasaron. (p. 16)

Fue así como quedó engendrado nuestro Guzmán de Alfarache. Guzmán padre salió de incognito para Sevilla, al declinar el sol subió a su caballo y se dirigió al Aljarafe, a su heredad. Allí se hizo el sorprendido encontradizo y le pusieron al día de lo que había ocurrido, “Era muy cortés, la habla sonora, y no muy clara”. El enamorado genovés ofreció su casa y cuando llegó la noche, la fresca noche del verano aljarafeño “salieron por el jardín a gozar del fresco”. Luego cenaron al aire libre y, tras la cena, bajaron al río en barca: “un ligero barco, llegados a la lengua del agua, se entraron en él, oyendo de otros que andaban por el río gran armonía de concertadas músicas, cosa muy ordinaria en semejante lugar, y tiempo”, así llegaron a Sevilla en la que cada uno se retiró a su casa. Surgió una buena amistad entre las familias, pero el caballero “hombre anciano, y cansado” tenía los días contados, sobre todo con “mi madre moza, hermosa, y con salsas: la ocasión irritaba el apetito de manera, que su desorden le abrió la sepultura”. Quedó la joven viuda “del primer poseedor, querida, y tiernamente regalada del segundo”. Tenía Guzmán tres años y asegura que tuvo dos padres, la madre decía que éste se parecía, según convenía, a cada cual, quizás a los dos mentía: “mas la muger que a dos dice que quiere, a entrambos engaña, y de ella no se puede hacer confianza”. (p. 21). Sin embargo, Guzmán afirma que su padre, el levantisco genovés, “por suyo me llamó, por tal me tengo, pues de aquella melonada quedé legitimado con el santo matrimonio”.

El ritmo de vida del nuevo matrimonio hacía augurar un descalabro económico. La hacienda aljarafeña constituía una fuente de gastos extremos. Todos los propietarios de esas quintas paradisiacas eran muy ricos y no tenían a las mismas como fuente de ingresos, sino todo lo contrario, es decir, eran argumentos de emulación y de exhibición de su estado y calidad los gastos en ellas empleados servían como argumento de ostentación social:

Aunque la heredad era de recreación, essa era su perdición, el provecho poco, el daño mucho, la costa mayor, assí de labores, como de banquetes: las tales haciendas pertenecen solamente a los que tienen otras muy assentadas, y acreditadas sobre quien cargue todo el peso, que a la más gente no muy descansada son polilla que les come hasta el corazón, carcoma que se le hace ceniza, y cicuta en vaso de ámbar.

A pesar de ello la guzmana había conseguido juntar casi diez mil ducados con los que se dotó para el matrimonio, dinero que fue utilizado por el padre para despabilarse, “como torcida que atizan en candil con poco aceyte”, y proseguir en la ostentación: “comenzó a dar luz, gastó, hizo carroza, y silla de manos, no tanto por la gana, que de ello tenía mi madre, como por la ostentación, que no le reconocieran su flaqueza” (p. 22). Los malos tiempos, los muchos gastos y pocos ingresos consumió al pobre genovés quien, finalmente, “de una enfermedad aguda en cinco días falleció”. Para entonces tenía Guzmán doce años, un joven criado en la opulenta Sevilla con cierta opulencia y sin padre: “era yo muchacho, vicioso, y regalado, criado en Sevilla, sin castigo de padre, la madre viuda (como lo has oído) cebado a torreznos, molletes, y mantequillas, y sopas de miel rosada”. Decidió probar fortuna y viajar “para salir de miseria”, y dejar su ciudad a pesar de que “es dulce amor el de la patria”. Sin embargo, aunque estaba pobre, para su desgracia, lo estaba aún más cargado de honra “la hacienda gastada, y lo peor de todo cargado de honra y la casa sin persona de provecho para poderla sustentar”. De ahí que para no perder esa honra decidiera no utilizar en adelante el apellido de su padre, pero ¿qué nombre y apellidos usar?

Su abuela, Marcela, gran maestra de la vida, como vimos, de su madre había jurado a muchos hombres que ella, la guzmana, era su hija: “Con esta hija enredó cien linages, diciendo, y jurando a cada padre que era suya, y a todos les parecía, a qual en los ojos, a qual en la boca, y en más partes, y composturas del cuerpo, hasta fingir lunares para ello, sin faltar a quien pareciera en el escupir” (p. 23). Marcela utilizaba para su hija el apellido que más le convenía: “Los cognombres, pues, eran como quería, yo certifico, que procuró apoyarla con lo mejor que pudo, dándole más casas nobles, que pudiera un Rey de Armas, y fuera repetirlas una Letania”. Sin embargo, se inclinaba hacia uno de los apellidos con más abolengo o, cuando menos, con más poder en la Andalucía del momento: “A los Guzmanes era donde se inclinaba más, y certificó en secreto a mi madre, que a su parecer, según le dictaba su conciencia, y para descargo de ella, creía, por algunas indirectas, haver sido hija de un Cavallero deudo cercano a los Duques de Medina Sydonia”.

Por tanto, nuestro pícaro utilizará como nombre el apellido puesto e impuesto a su madre, y por su propio apellido el del lugar donde fue engendrado, del que probablemente se sentía natural, el del propio vergel aljarafeño: Alfarache. Con este nombre llegaría a ser universalmente celebrado:

Y para no ser conocido, no me quise valer del apellido de mi padre, puseme el Guzmán de mi madre, y Alfarache de la heredad adonde tuve mi principio: con esto salí a ver mundo, peregrinando por él, encomendándome a Dios, y buenas gentes, en quien hice confianza.

Por consiguiente, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (y en este caso en la edición madrileña de Mojados de 1750) forma parte con toda dignidad y absoluta legitimidad de mi Biblioteca de Temas y Autores Aljarafeños.

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