domingo, 26 de abril de 2009

EL ALJARAFEÑO VIRTUAL MÁS UNIVERSAL: EL PÍCARO GUZMÁN DE ALFARACHE

Matheo Alemán: Primera, y segunda parte de la Vida, y Hechos del Pícaro Guzmán de Alfarache, escrita por…., criado del Rey Nuestro Señor, natural, y vecino de Sevilla. Dedicado al señor Don Joseph Bermudez, del Consejo de S. M. en el Real de Castilla. Corregido, y Enmendado en esta Impressión. Madrid: en la Imprenta de Lorenzo Francisco Mojados, impresso a su costa, 1750. 4º. 4 h. + 534 p. + 1 h.
Ejemplar encuadernado en plena piel de época con tejuelo rojo y guardas de papel de aguas de siglo XVIII.
LA EDICIÓN DE LORENZO FRANCISCO MOJADOS DE 1750
Esta es la edición de mi biblioteca que hoy presentamos. En el libro Mojados se dirige a don José Bermúdez, consejero del Consejo de Castilla y alude a la reimpresión del Guzmán realizada en 1723 por Juan de Montes Reyes quien, también, solicitó la ayuda y el patrocinio del consejero para editar, “renovar la memoria”, de la Vida y Hechos de Guzmán de Alfarache. Ahora, Mojados, hacía lo propio con el mismo personaje: “la prosecución de su asylo en esta posterior reimpresión” que, enmendada de defectos anteriores, sacaba ahora a la luz. Así ocurrió, y fue tasado en Madrid a seis maravedís cada pliego el 20 de noviembre de 1750.
No cabe duda de que, en efecto, el personaje más universal del Aljarafe, si atendemos a su virtualidad, es decir, como personaje de creación literaria, irreal si se quiere, que lleva el nombre del Aljarafe, o de una población muy significativa de esta genuina comarca: San Juan de Aznalfarache, es el famoso pícaro Guzmán de Alfarache que da nombre a una de las novelas picarescas más famosas de todos los tiempos; en realidad, ha pasado a la historia como la primera novela picaresca.
La primera parte del Guzmán de Alfarache vio la luz en Madrid en 1599, al año siguiente de la muerte de Felipe II, en un volumen en 4º con 256 folios en casa del licenciado Varez de Castro. En esta edición princeps del Guzmán se ofreció un grabado con el retrato de su autor, el sevillano Mateo Alemán, realizado en cobre por Pedro Perret. Aparece vestido de una forma elegante, “envarado con su gola cortesana”, y dirigiendo al lector una dura y fría mirada. Con el dedo índice de su mano derecha, decorada con puñetas rizadas, señala un raro emblema en el que aparece la araña y la serpiente que, además, presenta una filacteria con la inscripción (inspirada en la Historia Natural, X, LXXIV, 206, de Plinio): ab insidiis non est prudentia. A pesar de la exaltada prudencia de la serpiente, ésta no es lo suficientemente intensa para escapar de la vigilancia de la araña que, siempre al acecho, mata. Maurice Molho afirmó: “Medio siglo antes que Hobbes, Alemán hace suyo el homo homini lupus de la Antigüedad”. En efecto, más adelante dirá el propio Alemán lo siguiente (que, deberíamos leer mirándole fijamente a los fríos ojos con los que Perret lo retrató):
Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra, que hallándola descuidada se deja colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente, no apartándose della hasta que con su ponzoña la mata.
Frente al enigmático emblema se ubicó un escudo de armas que representa el águila bicéfala y un león rampante que aluden a la condición noble del retratado. La mano izquierda de Alemán reposa sobre un libro en el que se puede leer el nombre Cornelio [Tácito]. Fue sin duda un best-seller de su época, así lo expresaba el alférez Luis de Valdés al escribir el Elogio de la Segunda Parte de la vida de Guzmán de Alfarache, impresa en Lisboa en 1604:

¿Quién como él en menos de tres años y en sus días vio sus obras traducidas en tan varias lenguas, que, como las cartillas en Castilla, corren sus libros por Italia y Francia? […] ¿De cuáles obras en tan breve tiempo se vieron hechas tantas impresiones, que pasan de cincuenta mil cuerpos de libros los estampados y de veinte y seis impresiones las que han llegado a mi noticia que se le han hurtado, con que muchos han enriquecido, dejando a su dueño pobre?

Prácticamente había nacido la novela moderna aunque, como dice Pedro M. Piñero: “al lector español no todo le sonaría a nuevo, pues Celestina, desde finales del XV, y Lazarillo, desde mediados del XVI, habían ido preparando al público para la nueva narrativa”. (Pedro M. Piñero Ramírez: la publicación del Guzmán de Alfarache (Madrid, 1599) y la invención de la novela moderna. En, Atalayas del Guzman de Alfarache. Seminario internacional sobre Mateo Alemán. IV Centenario de la publicación de Guzmán de Alfarache (1599-1999). Sevilla, 2002, p. 22
EL ALJARAFE Y GUZMÁN DE ALFARACHE: CRÓNICA DE UN ENCUENTRO AMOROSO
El capítulo primero del libro primero del Guzmán es fundamental para entender la génesis aljarafeña de nuestro protagonista y, por supuesto, la adopción de su curioso y toponímico apellido que, por motivos de punto de honra, debía ocultar su auténtico nombre. En este capítulo inicial, y por medio de un relato autobiográfico narrado en primera persona, Guzmán da a conocer quién fue su padre así como su “confuso nacimiento”; para ello, y a riesgo de deshonrarlos transgrediendo el cuarto mandamiento, no tiene más remedio que “cubrir mis flaquezas con las de mis mayores”, ya que Guzmán será fruto de una “flaca” unión amorosa.
Dicho esto, veamos ahora quiénes eran los padres de este universal aljarafeño. El padre de Guzmán y sus ascendientes eran genoveses, “agregados a la Nobleza”, y dedicados a la actividad que ordinariamente se le presupone a un genovés: el comercio, “era su trato el ordinario de aquella tierra”, aunque el trato, el comercio, también “lo es ya, por nuestros pecados, en la nuestra, cambios y recambios por todo el mundo” (p. 4). Debido a esta profesión el padre de Guzmán fue acusado de logrero, es decir, de usurero, uno de los más graves pecados de la España de la Contrarreforma, aunque “No tenían razón, que los cambios han sido, y son permitidos”. Guzmán, en la defensa de la actividad paternal, no defiende el “prestar dinero por dinero sobre prendas de oro, o plata”, pero sí lo que absolutamente, es decir, esencialmente se entiende por cambio pues ello “es obra indiferente, de que se puede usar bien, y mal” (p. 5).
Tal como Guzmán nos describe a su padre podríamos deducir su acceso reciente a la práctica católica, todo parece indicar que, aunque dedicado a virtuosos ejercicios, oír misa, confesar y comulgar con frecuencia, era acusado por su entorno social de hipócrita. Guzmán padre aprendió a rezar, “(en lengua Castellana hablo)”, con un largo Rosario “entero de quince dieces”, regalo de la madre de nuestro Alfarache quien, esa sí, era cristiana vieja, expresada esta condición por nuestro relator de esta manera: “las cuentas gruessas más que avellanas, este se lo dio mi madre, que lo heredó de la suya”. Otro de los graves pecados de la época era la murmuración, abominable práctica que sufrió Guzmán padre a menudo, aunque no era para menos. Tras una serie de vicisitudes se había casado en Argel, (donde desesperado “renegó”), con una mora rica, “con una Mora hermosa, y principal, con buena hacienda” (p. 5). Tras esto no dudó en engañar a la pobre mora, vendió sus propiedades con lo que la dejó sola y pobre y se vino a España “reduciéndose a la Fe de Jesu-Christo, arrepentido, y lloroso, delató de sí mismo, pidiendo misericordiosa penitencia” (p. 6). A partir de estas acciones muy poco creíble fue el progenitor de nuestro paisano aljarafeño: “Esta fue la causa porque jamás le creyeron obra que hiciesse buena”; al parecer, quien alguna vez había delinquido lo más lógico era presuponerle que lo volvería a hacer: “quien una vez ha sido malo, siempre se presume serlo en aquel género de maldad”. En efecto, el padre de Guzmán se alzó con más de una hacienda ajena pues “los hombres no son de azero”. Obviaremos, por ahora, las disquisiciones de Guzmán en torno a la problemática de la época: la venalidad de los cargos en la Monarquía, la usura y la práctica comercial instalada en los ministros y la aversión, generalizada en los regidores de la moral, de los escribanos y continuaremos con lo que aquí nos interesa: la relación amorosa aljarafeña que dará como fruto a nuestro Guzmán de Alfarache.
En su repaso por los principales pecados de la época, Guzmán para criticar, en apariencia, el afeite en mujeres y, por supuesto, más aún en los hombres, nos recuerda cómo su padre fue acusado de afeitarse y, por ello, nos lo describe así: “era blanco, rubio, colorado, rizo, y creo de naturaleza tenía los ojos grandes, turquesados; traía copete, y sienes ensortijadas” (p.10). Para Guzmán si esto era así no sería ni lógico ni justo que el buen mozo de su padre ocultara sus galas “no fuera justo, dándoselo Dios, que se tiznara la cara, ni arrojara en la calle semejantes prendas”; ahora bien, Guzmán estaba dispuesto a condenar a su propio padre si esta belleza era conseguida artificialmente: “si es verdad, como dices, que se valía de untos, y artificios de sebillos, que los dientes y manos que tanto le loaban, era a poder de polvillos, hieles, jabonetes y otras porquerías, confessaréte quanto de él dixeres y seré su capital enemigo”. Para Guzmán, como para los moralistas católicos contrarreformistas, estas prácticas eran propias de mujeres y si eran seguidas por hombres serían “actos de afeminados maricas”; y, por ello, constituirían unas prácticas dignas de la murmuración y de que “se sospeche toda vileza, viéndolos embarrados, y compuestos con las cosas tan solamente a mugeres permitidas que por no tener bastante hermosura, se ayudan de pinturas, y barnices a costa de su salud, y dinero; y es lástima de ver, que no solo las feas son las que aquesto hacen, sino aun las muy hermosas”. (p. 11)
El padre de Guzmán llegó a Sevilla con la intención de cobrar una antigua deuda. Aquí jugó a los naipes y tuvo suerte “que ganó en breve tiempo de comer, y aun de cenar”. Regalado por la diosa fortuna, Guzmán padre puso en Sevilla una buena, y honrada, casa y como todo rico del patriciado urbano pretendió echar raíces, unas raíces que se objetivaban en la compra precisamente de bienes raíces sobre todo en el Aljarafe:
Puso una honrada casa; procuró arraygarse, compró una heredad jardín en San Juan de Alfarache, de mucha recreación, distante de Sevilla poco más de media legua, donde muchos días, en especial por las tarde el Verano, iba por su pasatiempo, y se hacían banquetes. (p. 12)
La fachada oriental del Aljarafe, la que se asoma al río Guadalquivir y a Sevilla había sido, lo fue hasta hace poco, un auténtico vergel, un paraíso terrenal (ya hablaremos de las descripciones que muchos literatos harán de este paisaje idílico). El patriciado urbano sevillano, desde la Híspalis prerromana, pasando por la Colonia Iulia Rómula hasta la Isbiliya hispanoárabe, siempre deseó tener propiedades, fincas de recreo, haciendas de olivar o viñas en esta genuina comarca: Jardín de Hércules, fue llamada por los romanos, el padre de Guzmán no quiso ser menos y adquirió, gracias a la fortuna, esta heredad jardín en San Juan de Alfarache.
Pero no todo era fortuna para nuestro genovés pues éste trataba, es decir, comerciaba en las gradas de la catedral sevillana como lo hacían otros muchos tratantes al hilo del comercio con Indias y al amparo de la Casa de la Contratación de Sevilla. Fue aquí en las gradas catedralicias y en un bautizo donde tuvo lugar el encuentro de los padres de Guzmán. La madre era la madrina de un neófito que a la sazón “era hijo secreto de cierto personaje”, mientras que el padrino era un viejo caballero vestido con hábito militar. Así nos describe Guzmán a su madre: “ella era gallarda, grave, graciosa, moza, y de mucha compostura”. Una bella cristiana vieja, provista de una belleza natural alejada del afeite, de la que quedó absolutamente prendado el tratante genovés que no le perdió ojo todo el tiempo que duró la ceremonia del bautismo: “como abobado de ver tan peregrina hermosura, porque con la natural suya, sin traer aderezo en el rostro, era tan curiosa, y bien puesto el de su cuerpo, que ayudándose unas prendas a otras, toda en todo, ni el pincel pudo llegar, ni la imaginación aventajarse”. (pp. 12-13). A la bella sevillana no se le fue por alto la insistente observación del tratante y esto, coqueta ella, le llegaría a gustar sobremanera: “entre sí holgaba de ello, aunque lo dissimulaba, que no hay muger tan alta, que no huelgue ser mirada, aunque el hombre sea muy baxo” (p.13). En una sociedad estamental, tan en teoría rígida y clasista, la mirada de admiración y deseo de un hombre sobre una mujer siempre era bienvenida por ésta aunque el mirador fuese un vulgar, y pecador, tratante. Tras el encuentro visual y la insistente contemplación comienza el lenguaje, la semiótica del amor por medio de la mirada y sus protagonistas: los ojos, entra en juego: “los ojos parleros, las bocas callando, se hablaron, manifestando por ellos los corazones, que no consienten las almas velos en estas ocasiones”. Pero la bella mujer tenía dueño, el padrino de aquel bautizo, el viejo caballero con hábito de orden militar “que por serlo comía mucha renta de la Iglesia”, era el poseedor de aquella prenda “dama suya, que con gran recato la tenía consigo”. A Guzmán padre no podía borrársele aquel bello rostro de su imaginación, “mi padre quedó rematado, sin poderla un punto apartar de sí”. El tratante hizo lo indecible por volverla a ver, sólo había un lugar de socialización para el encuentro entre los sexos: la iglesia en misa, “jamás pudo de otra manera en muchos días”. Sin embargo, quien la sigue la consigue, “la gotera caba la piedra”, el padre de Guzmán sabía que sólo una celestina podía señalar el camino hacia la bella dama, sólo el buen trabajo, impulsado por un buen pago, de una dueña celestinesca podría debilitar el bastión de la castidad de una mujer de su casa, que soporta la debilidad de un viejo y enfermizo marido: “Tanto cabó con la imaginación, que halló traza por los medios de una buena dueña de tocas largas reverendas, que suelen ser las tales ministros de Satanás, con que mina, y postra las fuertes torres de las más castas mugeres”. Estas celestinas funcionaban a base de ruegos, de favores y de reales de plata: “por mejorarse de mongiles, y mantos, y tener en sus caxas otras de mermelada, no habrá trayción que no intenten, fealdad que no soliciten, sangre que no saquen, castidad que no manchen, limpieza que no ensucien, ni maldad con que no salgan”. Fue la escritura el medio de comunicación soportado por el pequeño y discreto billete, la dueña celestinesca el vehículo de transmisión de dos polos que cada vez se atraían con más insistencia, a ello le sumaba nuestro tratante progenitor de nuestro pícaro Alfarache obras, se trataba de alcanzar la belleza, como preconizaba la religión católica respecto de la salvación, por medio de las obras: “A esta, pues, acariciándola con palabras, y regalándola con obras, iba, y venía con papeles”. Ninguna obra podía superar el dinero, el capitalismo inventado precisamente en Génova, alcanzaba ahora cotas insospechadas, la inmanencia que constituía al ser humano podía ser comprada con dinero: “por haver oído decir, que el dinero allana las mayores dificultades, siempre manifestó su fee con obras, porque no se la condenassen por muerta”. Guzmán padre no dudó un instante en gastar lo que hiciere falta por conseguir aquella sevillana belleza y comenzó a regar dinero: “Nunca fue perezoso, ni escaso: comenzó (como dixe) con la dueña a sembrar, con mi madre pródigamente a gastar, y ellas alegremente a recibir”. Pero el acto de recibir produce obligación de reconocer máxime si hay predisposición y, de camino, un buen trabajo celestinesco: “como al bien la gratitud es tan debida, y el que recibe queda obligado al reconocimiento, la dueña lo solicitó de modo, que a las buenas ganas que mi madre tuvo, fue llegando leño a leño, y de falcas estopas levantó brevemente un terrible fuego”. La madre de Guzmán dudaba ¿Qué hacer?, su marido, el caballero, estaba viejo, enfermo y achacoso por lo que pronto la dejaría sola: “era hombre mayor, escupía, tosía, quexabase de piedra, riñón, y orina” (p. 14); por el contrario, frente a la decrepitud de la vejez caballeresca, aquél tratante era bello y joven, entre el aspecto de los dos hombres no había punto de comparación: “muy de ordinario lo havía visto en la cama desnudo a su lado, no le parecía como mi padre, de aquel talle, ni brío”. La duda acechaba el corazón de la joven, su discreción la empujaba al recelo pero las armas inmanentes la arrastraban al adulterio: “Era (como lo has oído) muger discreta, quería, y recelaba, iba, y venía a su corazón, como al oráculo de sus deseos, poniendo el pro, y el contra, ya lo tenía de la haz, ya del embés, ya tomaba resolución, o ya bolvía a conjugar de nuevo. Últimamente, ¿qué no corrompe la plata, y qué no el oro?” (pp. 13-14). Guzmán habla de su madre y Alemán, embebido de la misoginia imperante, de la mujer y de su innata afición por el cambio y la novedad: “el mucho trato (donde no hay Dios) pone enfado: las novedades aplacen, especialmente a mugeres, que son de suyo noveleras, como la primera materia, que nunca cessa de apetecer nuevas formas” (p. 14)
La dama, futura madre adultera de Guzmán, posee las armas propias de mujer fruto de su experiencia y de la enseñanza de su propia madre; es decir, para Guzmán-Alemán la “maldad” de la mujer es heredada y transmitida por vía femenina: “la mucha sagacidad suya, y largas experiencias, heredadas, y mamadas al pecho de su madre, la hicieron camino, y ofrecieron ingeniosa resolución”. Esta ingeniosa resolución no fue otra que encontrarse con su joven amado, a pesar de ser una mujer casada, con el que estaba dispuesta a encontrarse, a provocar un encuentro amoroso. Este encuentro pecaminoso tendrá lugar en un paraíso, a modo de aquel paraíso terrenal donde dominaba al hombre la pérfida Eva, un paraíso terrenal ideal que sólo podía tener un correlato terrestre: la fértil comarca del Aljarafe, con una fertilidad tal que de sólo ese encuentro nacerá nuestro Guzmán de Alfarache. La bella dama había tomado la decisión, mantendría una relación adultera así aseguraría su futuro en el caso de la muerte inminente de su decrépito esposo, así nos dice Guzmán que discurrió su madre:
En esto no pierde mi persona, ni vendo alhaja de mi casa; por mucho que a otros dé, soy como la luz, entera me quedo, y nada se me gasta. De quien tanto he recibido, es bien mostrarme agradecida, no le he de ser avarienta, con esto coseré a dos cabos, comeré con dos carrillos; mejor se asegura la nave sobre dos ferros, que con uno; quando el uno suelte, queda el otro asido. Y si la casa se cayere, quedando el palomar en pie, no le han de faltar palomas.

Ahora sólo cabía preparar el plan del encuentro, para ello contaba con la estrategia celestinesca: “trató con su dueña el cómo, y quándo sería”. En este momento es donde entra en juego el Aljarafe, allí en la fachada oriental de la comarca con vistas al famoso río bético tenía el padre de Guzmán su heredad, la joven concertó una visita a una de esas maravillosas quintas, pero antes de narrar este episodio veamos cómo se describe por parte de Mateo Alemán, en la narración de Guzmán, aquel idílico lugar:

Era entrado el Verano, fin de Mayo, y el Pago de Gelves, y San Juan de Alfarache el más deleitoso de aquella comarca, por la fertilidad, y disposición de la tierra, que es toda una, y vecindad cercana, que le hace el Río Guadalquivir famoso, regando, y clarificando con sus aguas todas aquellas huertas, y florestas, que con razón (si en la tierra se puede dar conocido Paraíso) se debe a este sitio el nombre de él; tan adornado está de frondosas arboledas, lleno, y esmaltado de varias flores, abundante de sabrosos frutos, acompañado de plateadas corrientes, fuentes despejadas, frescos ayres, y sombras deleitosas, donde los rayos del Sol no tienen en tal tiempo licencia, ni permissión de entrada.

Sólo en este paraíso símbolo de la fertilidad, del poder simbólico de la naturaleza, de la feracidad, de la riqueza material, de la salud como era este Aljarafe ya desde época de romanos, podía darse este encuentro amoroso y, también como fruto de este amor pecaminoso, la generación del protagonista: nuestro Guzmán de Alfarache. Eva, la madre primordial, en el paraíso terrenal engañó a todos fingidora y veleidosa, ahora la madre de Guzmán en el paraíso del Aljarafe, engañará también a todos con su histriónica invención, el tratante genovés sólo tendrá que poner su cuerpo y su semilla para dar origen a nuestro pícaro y más universal aljarafeño. Sigamos a Guzmán-Alemán y veamos cómo se desarrolló la famosa generación de nuestro pícaro:

A una de estas estancias de recreación concertó mi madre, con su medio matrimonio, y alguna de la gente de su casa, venirse a holgar un día, y aunque no era a la de mi padre la heredad adonde iban, estaba un poco más adelante, en término de Gelves, que de necesidad se havía de pasar por nuestra puerta. Con este cuidado, y sobre-concierto, cerca de llegar a ella, mi madre se comenzó a quexar de un repentino dolor de estomago; ponía el achaque al fresco de la mañana, de do se havía causado, fatigóla de manera, que le fue forzosa dexarse caer de la jamua, en que en un pequqño Sardesco iba sentada, haciendo tales extremos, gestos, y ademanes (apretándose el vientre, torciendo las manos, desmayando la cabeza, desabrochándose los pechos) que todos la creyeron, y a todos amancillaba, teniéndola compassiva lástima. Comenzabanse a llegar passageros, cada uno daba su remedio, mas como no havía de donde traerlo, ni lugar para hacerlo, eran impertinentes; bolver a la Ciudad imposible; pasar de allí dificultoso, estarse quedos en medio del camino, ya puedes ver el mal comodo; los accidentes crecían; todos estaban confusos, no sabiendo que hacerse. Uno de los que se llegaron (que fue de propósito echado para ello) dixo: Quitenla del passage, que es crueldad no remediarla, y métanla en la casa de esta heredad primera: todos los tuvieron por bueno, y determinaron, en tanto que passasse aquel accidente, pedir a los caseros la dexassen entrar, dieron algunos golpes apriessa, y recio: la casera fingió haver entendido que era su señor, y salió diciendo: Jesús¡ Jesús¡ ay Dios, perdono V. md. que estaba ocupada, y no pude más: bien sabía la vejezuela todo el cuento, y era de las que dicen: no chero, no sabo: dotrinada estaba en lo que havía de hacer, y de mi padre prevenida, demás que no era lerda, y para semejantes achaques tenía en su servicio lo que havía menester….” (p. 15)

El viejo caballero pidió a la casera refugio y posibilidad de descanso para su joven, bella y dolorida esposa que no paraba de quejarse de un intenso dolor en su vientre: “Mi madre a todas estas no hablaba, y de solo su dolor se quexaba”. La vieja casera, la de “no chero, no sabo” vistió una cama con sábanas limpias; mientras tanto, “Mi madre con sus dolores desnudóse, metióse en la cama” a la par que pedía paños calientes que, en apariencia, se aplicaba en el vientre pero que en realidad “los baxaba más abaxo de las rodillas, y aun algo apartados de sí”, puesto que temía que esta aplicación pudiera llevarla a “alguna remoción, de donde resultara afloxarse el estomago”. Mientras esto ocurría, el viejo caballero la dejó en la cama, ordenó silencio y no molestarla “luego cerrando con un cerrojo la sala por defuera, se fue a desenfadar por los jardines” dejando de portera y guarda de la flor a la famosa dueña que nada chería y nada sabía. Una vez quedó la casa libre de miradas indiscretas, Guzmán padre salió de su escondrijo y entró en la preparada habitación:

en aquel punto cessaron los dolores fingidos, y se manifestaron los verdaderos. En esto se entretuvieron dos horas largas, que en dos años no se podría contar lo que en ellas pasaron. (p. 16)

Fue así como quedó engendrado nuestro Guzmán de Alfarache. Guzmán padre salió de incognito para Sevilla, al declinar el sol subió a su caballo y se dirigió al Aljarafe, a su heredad. Allí se hizo el sorprendido encontradizo y le pusieron al día de lo que había ocurrido, “Era muy cortés, la habla sonora, y no muy clara”. El enamorado genovés ofreció su casa y cuando llegó la noche, la fresca noche del verano aljarafeño “salieron por el jardín a gozar del fresco”. Luego cenaron al aire libre y, tras la cena, bajaron al río en barca: “un ligero barco, llegados a la lengua del agua, se entraron en él, oyendo de otros que andaban por el río gran armonía de concertadas músicas, cosa muy ordinaria en semejante lugar, y tiempo”, así llegaron a Sevilla en la que cada uno se retiró a su casa. Surgió una buena amistad entre las familias, pero el caballero “hombre anciano, y cansado” tenía los días contados, sobre todo con “mi madre moza, hermosa, y con salsas: la ocasión irritaba el apetito de manera, que su desorden le abrió la sepultura”. Quedó la joven viuda “del primer poseedor, querida, y tiernamente regalada del segundo”. Tenía Guzmán tres años y asegura que tuvo dos padres, la madre decía que éste se parecía, según convenía, a cada cual, quizás a los dos mentía: “mas la muger que a dos dice que quiere, a entrambos engaña, y de ella no se puede hacer confianza”. (p. 21). Sin embargo, Guzmán afirma que su padre, el levantisco genovés, “por suyo me llamó, por tal me tengo, pues de aquella melonada quedé legitimado con el santo matrimonio”.

El ritmo de vida del nuevo matrimonio hacía augurar un descalabro económico. La hacienda aljarafeña constituía una fuente de gastos extremos. Todos los propietarios de esas quintas paradisiacas eran muy ricos y no tenían a las mismas como fuente de ingresos, sino todo lo contrario, es decir, eran argumentos de emulación y de exhibición de su estado y calidad los gastos en ellas empleados servían como argumento de ostentación social:

Aunque la heredad era de recreación, essa era su perdición, el provecho poco, el daño mucho, la costa mayor, assí de labores, como de banquetes: las tales haciendas pertenecen solamente a los que tienen otras muy assentadas, y acreditadas sobre quien cargue todo el peso, que a la más gente no muy descansada son polilla que les come hasta el corazón, carcoma que se le hace ceniza, y cicuta en vaso de ámbar.

A pesar de ello la guzmana había conseguido juntar casi diez mil ducados con los que se dotó para el matrimonio, dinero que fue utilizado por el padre para despabilarse, “como torcida que atizan en candil con poco aceyte”, y proseguir en la ostentación: “comenzó a dar luz, gastó, hizo carroza, y silla de manos, no tanto por la gana, que de ello tenía mi madre, como por la ostentación, que no le reconocieran su flaqueza” (p. 22). Los malos tiempos, los muchos gastos y pocos ingresos consumió al pobre genovés quien, finalmente, “de una enfermedad aguda en cinco días falleció”. Para entonces tenía Guzmán doce años, un joven criado en la opulenta Sevilla con cierta opulencia y sin padre: “era yo muchacho, vicioso, y regalado, criado en Sevilla, sin castigo de padre, la madre viuda (como lo has oído) cebado a torreznos, molletes, y mantequillas, y sopas de miel rosada”. Decidió probar fortuna y viajar “para salir de miseria”, y dejar su ciudad a pesar de que “es dulce amor el de la patria”. Sin embargo, aunque estaba pobre, para su desgracia, lo estaba aún más cargado de honra “la hacienda gastada, y lo peor de todo cargado de honra y la casa sin persona de provecho para poderla sustentar”. De ahí que para no perder esa honra decidiera no utilizar en adelante el apellido de su padre, pero ¿qué nombre y apellidos usar?

Su abuela, Marcela, gran maestra de la vida, como vimos, de su madre había jurado a muchos hombres que ella, la guzmana, era su hija: “Con esta hija enredó cien linages, diciendo, y jurando a cada padre que era suya, y a todos les parecía, a qual en los ojos, a qual en la boca, y en más partes, y composturas del cuerpo, hasta fingir lunares para ello, sin faltar a quien pareciera en el escupir” (p. 23). Marcela utilizaba para su hija el apellido que más le convenía: “Los cognombres, pues, eran como quería, yo certifico, que procuró apoyarla con lo mejor que pudo, dándole más casas nobles, que pudiera un Rey de Armas, y fuera repetirlas una Letania”. Sin embargo, se inclinaba hacia uno de los apellidos con más abolengo o, cuando menos, con más poder en la Andalucía del momento: “A los Guzmanes era donde se inclinaba más, y certificó en secreto a mi madre, que a su parecer, según le dictaba su conciencia, y para descargo de ella, creía, por algunas indirectas, haver sido hija de un Cavallero deudo cercano a los Duques de Medina Sydonia”.

Por tanto, nuestro pícaro utilizará como nombre el apellido puesto e impuesto a su madre, y por su propio apellido el del lugar donde fue engendrado, del que probablemente se sentía natural, el del propio vergel aljarafeño: Alfarache. Con este nombre llegaría a ser universalmente celebrado:

Y para no ser conocido, no me quise valer del apellido de mi padre, puseme el Guzmán de mi madre, y Alfarache de la heredad adonde tuve mi principio: con esto salí a ver mundo, peregrinando por él, encomendándome a Dios, y buenas gentes, en quien hice confianza.

Por consiguiente, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (y en este caso en la edición madrileña de Mojados de 1750) forma parte con toda dignidad y absoluta legitimidad de mi Biblioteca de Temas y Autores Aljarafeños.

jueves, 9 de abril de 2009

EL ALJARAFE SEVILLANO DURANTE EL ANTIGUO RÉGIMEN


Antonio Herrera García: El Aljarafe sevillano durante el Antiguo Régimen. Un estudio de su evolución socioeconómica en los siglos XVI, XVII y XVIII. Sevilla: Diputación Provincial, 1980, 517 págs. ISBN.: 84-500-4373-5
El ejemplar más antiguo que poseo de esta obra tiene el siguiente ex libris: “Antonio 15-9-82”, está ya muy ajado y bastante sucio producto de muchas lecturas. Hace poco tuve ocasión de hacerme con otro ejemplar, aunque la edición está agotada hace mucho tiempo, para conservarlo con más dignidad en mi Biblioteca Aljarafeña. El poeta humanista Petrarca narra cómo en su famosa subida al Mont Ventoux le cambió la vida a partir de la lectura del libro X de las Confesiones de Agustín de Hipona. Una sobrina de Teresa de Jesús, que estaba a punto de contraer matrimonio, entró en las descalzas carmelitas, como era el deseo de Teresa, cuando ésta le ofreció un libro de contemptu mundi que la joven leyó con fruición. Muchos más ejemplos podríamos traer aquí de “conversiones” o giros copernicanos vitales tras la lectura de un libro, uno de ellos podría ser éste pues a mí también me cambió la vida el libro que hoy traigo a colación. Me lo regaló un vetusto funcionario, ya fallecido, de un viejo ayuntamiento aljarafeño al que la Diputación envió de oficio varios ejemplares para una, entonces, inexistente biblioteca pública municipal. En aquel momento tenía 23 años, lo leí con avidez y excitación; ahora, mientras escribo, recuerdo las impresiones y emociones que recibía de su lectura, muy parecidas a las que sentía cuando leía a Julio Verne. En la transición como lector de los libros juveniles a otros “de adultos” no había hallado una respuesta emocionante exceptuando, tal vez, las novelas de Hermann Hesse, muy de boga en esa época, aún no había descubierto la Historia, la Filosofía o la Sociología.
Los aljarafeños, en términos generales, no conocen su historia y mucho menos a la altura de 1982, aquí en este libro estaba parte de ella, magníficamente estudiada y narrada; es más, el autor era tan generoso que daba en notas a pie de páginas la ubicación del documento utilizado para su aseveración, allí estaba mi pueblo y todos los pueblos del Aljarafe. Tras la lectura decidí que yo también haría historia y buscaría las raíces y el desarrollo del devenir histórico de mi pueblo y de todos esos pueblos aljarafeños. El libro de don Antonio Herrera, en efecto, me cambió la vida.
Antonio Herrera me recuerda a otro benemérito homónimo, Antonio Domínguez Ortiz, ambos sevillanos, modernistas y amigos, media vida en el archivo y la otra media enseñando historia a jóvenes en sus respectivos institutos. Antonio Herrera se jubiló de catedrático de Historia en el prestigioso Instituto San Isidoro de Sevilla, el libro que proponemos fue fruto de su tesis doctoral, a partir de ahí más de un centenar de artículos pueblan su extensa bibliografía. El autor también es aljarafeño, hijo predilecto de Villanueva del Ariscal, a su buen hacer como investigador se le añade el amor que siente por el objeto de su estudio: su propia tierra, el Aljarafe, de esta combinación salió la presente joya.
A mi juicio esta obra ha sido la aportación más importante realizada a la historia del Aljarafe, jamás ha sido superada ni en ésta ni en otra etapa histórica. La conformación actual de los pueblos que la integran queda aquí fijada, desde el Repartimiento, así como su desarrollo institucional, demográfico, productivo y social por medio de un manejo ingente de documentos depositados en archivos nacionales, provinciales y locales. Y todo esto, tal como indica el autor del prólogo, (nada menos que Julio González González, el célebre autor de esa impresionante obra, que ya reseñaremos aquí otro día, el Repartimiento de Sevilla), sobre la comarca más especialmente vinculada con Sevilla, con la “urbe bética”, la más cercana, con la que la ciudad tiene más especiales relaciones “no por la extensión de la superficie, sino por su situación, morfología y sociedad”, dice don Julio y, prosigue: “De tal forma descuella incluso físicamente, que desde ella se puede ver el mar, la Sierra, las inmensas tierras de la Campiña y en primer plano la ciudad”. Cinco capítulos estructuran el cúmulo de aciertos que es el libro: Introducción, Cap. I, El dominio eminente; Cap. II, La propiedad y la explotación de la tierra; Cap. III, La producción; Cap. IV, Demografía y sociedad; Cap. V, La vida diaria, que su autor complementa con un Epílogo final a manera de conclusión, la Bibliografía, un Apéndice documental y un utilísimo Índice alfabético de personas y lugares.
Tendríamos que necesitar muchas páginas para describir y comentar las aportaciones de esta obra, trataremos de sintetizarla en lo posible pero sin renunciar a sobrevolar por sus interesantes capítulos, de manera que despertemos la necesidad de su lectura de todos los lectores de este blog, de todos los amantes de los buenos libros de historia y, por fin, de todos los habitantes de esta comarca excepcional del Aljarafe.

INTRODUCCIÓN:
Antonio Herrera antes de adentrarse en el capítulo primero en el que aborda el dominio eminente de la tierra y sus pobladores, en el Antiguo Régimen, claro, inicia su estudio con la aplicación del método deductivo, de lo general a lo particular, es decir, desde la etimología y la conformación geopolítica del Aljarafe en los tiempos pasados, a la vida diaria en el Antiguo Régimen con la que concluirá. Así, venimos a enterarnos que el término Aljarafe deriva del vocablo árabe as-saraf o al-xaraf, que significa elevación, otero o altura, etimología que se sustenta en autores árabes, como Edrisi quien afirma que se llama así porque “en efecto, se va subiendo desde que se sale de Sevilla”. (p.13). Pero más curioso es aún que este término, Aljarafe, se asimilara con la castellanización al de campo de olivos u olivar, de tal manera que Fernando III en 1251 al conceder a Sevilla el fuero de Toledo se reservase el diezmo del axaraf e del figueral, expresión que alude a los olivares e higuerales, y que durante los siglos XV al XVIII se mantendría; y, como muestra de canonización del término, Herrera alude al insigne Rodrigo Caro quien al referirse al Aljarafe dirá que es “voz árabe, que significa heredamiento de olivares” (p.15).
Sin embargo, el tema más peliagudo de esta introducción será el de la determinación geográfica del Aljarafe. El propio Herrera alude a las discusiones de los autores que no llegan a ponerse de acuerdo a la hora de fijar sus límites geográficos. Para Herrera sólo hay un límite claro, el oriental, formado por las alturas que se elevan frente a Sevilla vallando la vega del Guadalquivir, “y corren de norte a sur desde los cerros que abrigan a Itálica o a Camas, como el de Santa Brígida, hasta los que junto a Coria del Río descienden para perderse en las Marismas” (p. 16). No le plantea problemas la delimitación del norte y sur aljarafeño, la Sierra Morena al norte y las Marismas al sur; el problema está, sin duda, en el límite occidental, Edrisi la llevaba a Niebla, otros si bien no abarcaban tanto consideraban al Campo de Tejada (Tejada, Escacena, Paterna, Manzanilla y Castilleja del Campo) como perteneciente al Aljarafe, además de incluir algunos pueblos de vocación marismeña: Puebla, Pilas, Hinojos. Herrera se inclina por aquellos autores que limitan el occidente aljarafeño con el río Guadiamar, para él el Campo de Tejada no pertenece al Aljarafe “la cuestión estriba en considerar, o no, como parte integrante del Aljarafe al Campo de Tejada”. Para Herrera el Campo de Tejada debe considerarse como una comarca natural o, cuando menos, con una personalidad geográfico-histórica propia y que “el Aljarafe propiamente dicho es sólo la región mesopotámica comprendida entre el Guadalquivir y el Guadiamar” (p. 19). No entraremos en discusión con el maestro pero es muy posible que ese Campo de Tejada también sea Aljarafe pues éste será el que cada momento hayan querido las sociedades que lo pueblan, hoy se ha solucionado con primera corona, segunda corona, etc. De cualquier forma, basta ir al Recibimiento…, de Mal Lara para observar otras dimensiones del Aljarafe, aunque eso no será óbice para que me parezca muy interesante, como al autor, la descripción del cosmógrafo de Felipe IV Gabriel de Santans quien en 1623 describía perfectamente lo que hoy no sé si llamaríamos primera corona del Aljarafe, cuando decía:
Tiene este Axarafe, o loma de olivas, en circunferencia 12 leguas poco más o menos, corriendo desde la parte de Sevilla, desde Castilleja de la Cuesta, para Valencina del Alcor, Salteras, Heliche, Albaida, lugares pequeños, y la cabeza del Maestre, que fue villa y se llamó Soberbina, que hoy está arruinada; y de allí corre a Sanlúcar la Mayor y Aznalcázar, y de allí va terminando los montes de Aznalcázar y de Rianzuela, Puebla y Coria, y pasa a Xelves y por el castillo de San Juan de Alfarache vuelve a parar en el dicho lugar de Castilleja. (p. 19)
El autor da un repaso, para ponernos en situación, por el poblamiento histórico aljarafeño: los dólmenes de Valencina, el tesoro del Carambolo, las alusiones de las fuentes grecolatinas a las ciudades aljarafeñas: Itálica (en Santiponce), Osset (San Juan de Aznalfarache), Olontigi (Aznalcázar), Laelia (en el término de Olivares), Lastigi (tal vez Aznalcóllar), la floración de restos arqueológicos por doquier incluido la alusión al material epigráfico de Coria, Espartinas, Palomares, Salteras, Sanlúcar la Mayor y Benazuza, etcétera. También alude, cómo no, a las fuentes árabes y la especial significación del Aljarafe como una comarca cuajada de olivos y blancos caseríos principal referente de avituallamiento de la Ixbiliya musulmana, de ahí que Abu Yacub Yusuf (566H/1188) construyera el primer puente sobre el río Guadalquivir, precisamente para facilitar ese avituallamiento. Tanto fue así que Fernando III para conquistar Sevilla, en aquel famoso día de San Clemente de 1248, tuvo antes que cortar las provisiones que le venían del Aljarafe destruyendo el famoso puente de barcas, a partir de ahí los días de la Sevilla almohade estuvieron contados. Antonio Herrera termina la introducción con la descripción de sus intenciones al afrontar el estudio del Aljarafe en la Edad Moderna. En primer lugar, especifica los términos municipales que incluyen su estudio: Albaida, Almensilla, Aznalcázar, Benacazón, Bollullos de la Mitación, Bormujos, Castilleja de la Cuesta, Castilleja de Guzmán, Espartinas, Gines, Mairena del Aljarafe, Olivares, Palomares, San Juan de Aznalfarache, Tomares, Salteras, Sanlúcar la Mayor, Umbrete, Valencina y Villanueva del Ariscal. A estos les incluye aquellos otros cuyos términos se introducen en las alturas aljarafeñas: Santiponce, Camas, Gelves y Coria; incluye también Huévar, al tener término al oriente del río Guadiamar y excluye Puebla del Río por considerarlo marismeño.
Dos ejes fundamentales resalta el autor en función del sistema viario aljarafeño, uno el eje este-oeste que discurre por el Camino Real de Sevilla a Huelva, que sigue en gran parte la vieja calzada romana que unía Onuba con Itálica e Híspalis. Otro eje, el norte-sur viene definido por la Cañada Real de la Isla o Vereda de la Carne, el camino que tradicionalmente se asocia a la trashumancia del ganado lanar que, en su paso aljarafeño, describe así el maestro Herrera: “habiendo seguido en parte la romana “vía de la plata”, los ganados leoneses o sorianos, después de atravesar las tierras extremeñas y los pasos occidentales de Sierra Morena aparecían al norte del Aljarafe entre las tierras de los heredamientos saltereños del Almuédano y Palmarraya; atravesando a continuación las del cortijo del Polvillo, la Cañada remontaba el arroyo del Judío, cruzaba el camino de Salteras a Valencina hasta encontrar el arroyo del Repudio, junto a cuyas aguas seguía un largo recorrido en tierras aljarafeñas, cruzándose con los caminos de Villanueva del Ariscal a Gines, Real de Sevilla a Niebla y el de Almensilla a Palomares, para finalmente dejar aquel arroyo cerca de Coria del Río y meterse en el laberinto de las islas y marismas del Guadalquivir hacia su objetivo final, los pastos invernales de esta misma zona”. (p. 39) A partir de estos ejes, una multitud de caminos vecinales, callejas, callejones, hijuelas, etc., unían los distintos lugares aljarafeños con Sevilla, y entre sí, así como con los innumerables cortijos que poblaban la comarca.
CAP. I, EL DOMINIO EMINENTE:
Antonio Herrera observa cómo a comienzos de la Edad Moderna la tierra en régimen de realengo predomina en el Aljarafe frente al señorío, en torno al 74%, toda ella sujeta a la jurisdicción de Sevilla, tal como se había dispuesto en el Repartimiento. El 26% restante estaba repartido entre el señorío eclesiástico y el secular. En cuanto al primero, (17’5%), se dividía a su vez en el dependiente del arzobispado (Umbrete y Rianzuela) y cabildo catedral de Sevilla (Albaida y la mitad de Quema) y el perteneciente a las órdenes religiosas regulares (Santiponce, que pertenecía a los jerónimos de San Isidoro del Campo) y militares (Orden de Santiago: Benazuza; Castilleja de la Cuesta, a excepción de la Calle Real; Villanueva del Ariscal y los heredamientos del Almuédano y Torrequemada. La Orden de Alcántara: Castilleja de Alcántara, luego de Guzmán; Heliche y el donadío de Characena (Huévar). La Orden de Calatrava: la encomienda de Villalvilla, Caxar y Almojón, en la mitación de Cazalla Almanzor. El 8’5% restante estaba en manos del señorío jurisdiccional secular, siendo los más importantes los de Benacazón, Castilleja de Talara, Gelo, Gelves, Gines y Olivares. Sin embargo, tal como nos demuestra Herrera, estas proporciones cambiarán a lo largo del siglo XVI y primera mitad del XVII, en la dirección del señorío secular con una incidencia de tal magnitud que prácticamente la totalidad de la tierra aljarafeña quedará en manos de señores seculares quedando casi extinguido el realengo y el señorío eclesiástico. Dos fenómenos darán lugar a esta significativa inversión de la propiedad, en primer lugar la venta del señorío eclesiástico en el siglo XVI; y, en segundo lugar, la venta del realengo en el XVII.
La política del emperador Carlos V estuvo necesitada constantemente de recursos dinerarios y, por ello, de arbitrar medidas para allegarlos. Una de ellas fue la venta de bienes raíces de las órdenes militares, así en 1537 desmembró de la Orden de Santiago a Villanueva del Ariscal y los heredamientos del Almuédano y Torrequemada para venderlos al primer conde de Gelves; al año siguiente, tocó el turno a la Orden de Alcántara con las villas de Castilleja (conocida a partir de ahora por de Guzmán), Heliche y el donadío de Characena, vendidos al primer conde de Olivares, a quien se le vendió en 1539 Castilleja de la Cuesta (de la Orden de Santiago). En este mismo año se vendió Benazuza, que era villa ubicada junto a Sanlúcar la Mayor, al jurado sevillano Juan de Almansa. Don Pedro de Guzmán, conde de Olivares, se quedó con las ganas de redondear su magnífica compra con la adquisición (además de la Calle Real de Castilleja) de “la perla del Aljarafe”: Sanlúcar la Mayor, que finalmente quedó anulada por la oposición que presentó el Cabildo de Sevilla que se vio obligada a comprar su jurisdicción.

Bajo el reinado de Felipe II volvieron las ventas de lugares eclesiásticos aljarafeños, esta vez con el argumento de afrontar los enormes gastos producidos por la empresa que desembocó en la batalla de Lepanto. La primera venta fue en 1576 Rianzuela, cercana a Aznalcázar, propiedad de la dignidad arzobispal se vendió al veinticuatro de Sevilla Fernando de Solís. Entre 1578-79 se vendió Albaida y Quema, propiedad del deán y cabildo de la catedral de Sevilla, la primera se enajenó a Enrique de Guzmán, segundo conde de Olivares y Quema a Gaspar Barberán de Guzmán, aunque se dispusieron otras connotaciones jurídicas, distintas a las anteriores, y más favorables para los vendedores que Herrera nos explicita concienzudamente.
En el siglo siguiente, el XVII, llegaría el turno de las tierras y jurisdicciones de realengo. Antonio Herrera estudia estas ventas en dos apartados: las que se realizan en la dirección del aumento del patrimonio del Conde-Duque de Olivares y las de otros señores. Las adquisiciones del Conde-Duque en el Aljarafe se realizan entre 1623-1641, y fueron encaminadas a redondear su Estado en torno al centro del mismo: la villa de Olivares, con una intención clara, según nuestro autor el Conde-Duque pensó retirarse, cuando esta situación llegase, a su Estado: “había decidido que su sereno retiro estaría en el lugar de sus posesiones patrimoniales”; e, incluso, cuando esto se vio como un imposible, ordenó enterrar su cuerpo en el convento jerónimo que pensaba fundar en San Juan de Aznalfarache. Y comenzó, tal como nos apunta Herrera, con lo que había constituido sendas decepciones para su abuelo, el primer conde de Olivares: la Calle Real de Castilleja (1625) y, sobre todo, Sanlúcar la Mayor (1623). Tras estas adquisiciones, en 1627 pedía al rey la venta de Dos Hermanas, Bormujos, Espartinas, Tomares, San Juan de Aznalfarache (de Alfarache, dice), Coria, La Puebla y Aznalcóllar. No sería así exactamente, el orden fue: Tomares con San Juan y Aznalcóllar (incluidas en Tomares las aldeas de Saudín Alto y Bajo) (1627); Coria (1630); Camas (1635); Bollullos de la Mitación (con sus heredamientos de Torreblanca, Torre de las Arcas, Palmarraya, Ajuben, Regaza, Bayona, Rejujena, Macharlomar de Umbrete, Almonasterezgo), Palomares (con Almensilla, Majalcófar, Seismalos, Porsuna y Merlina), Mairena del Aljarafe (fue concejo independiente de Palomares a partir de esta venta), La Puebla junto a Coria (con las Islas Mayor y Menor y el heredamiento de Puñando) y Salteras guarda y collación de Sevilla (con el Almuédano) (1641). Con estas ventas, más del 55% de la tierra del Aljarafe quedaba bajo el señorío de la Casa de Olivares. Además, el Conde-Duque acumuló los siguientes títulos y oficios: mayorazgo de Olivares, ducado de Sanlúcar la Mayor, marquesado de Heliche, condado de Aznalcóllar y marquesado y mayorazgo de Mairena. Los oficios de Alférez mayor en Sanlúcar, Alguacil mayor en Coria, patronazgo del convento de carmelitas de Sanlúcar y del de franciscanos de Castilleja de la Cuesta.
Otro lote de tierras aljarafeñas (las pocas que no compró don Gaspar de Guzmán) iría a parar a las manos del patriciado urbano sevillano y de otras casas solariegas. Valencina del Alcor se enajenó en 1630 a don Luis Ortiz Ponce de León y Sandoval, en 1639 se convertiría en marqués de Valencina. En este mismo año se vendió Espartinas (aunque no se otorgó el privilegio hasta 1654) al veinticuatro de Sevilla don Diego Caballero de Cabrera, ya en 1631 éste había levantado en el camino de Sanlúcar y de Loreto, horca, picota, cuchillo y azote como señal de su autoridad jurisdiccional. La última villa realenga enajenada en el Aljarafe sería una de sus perlas: Aznalcázar, vendida en 1653 (tras varios intentos anteriores de vender sus alcabalas) a don Baltasar de Vergara y Grimont.
Antonio Herrera destaca cómo los compradores de la primera hornada, el primer conde de Gelves y el primer conde de Olivares, fueron segundones de casas nobiliarias importantes quienes, militantes en el lado del emperador y a favor de su autoridad en las comunidades, consiguieron medrar para sus nuevos títulos tierras y vasallos; por otro lado, los de la segunda, si exceptuamos la excepcionalidad del caso del Conde-Duque, también están en la línea de segundones de familias más o menos nobles y, sobre todo, en la burguesía sevillana, el patriciado urbano (vemos a muchos veinticuatros y jurados) que pretendían, a través del dominio jurisdiccional de la tierra, aumentar su prestigio en un asalto a títulos nobiliarios que la venalidad de Felipe IV, y otros monarcas, les iba a proporcionar.
En el siglo XVIII estos señoríos habían sufrido distintas modificaciones: Bollulos de la Mitación y Palomares del Río (con Almensilla) habían vuelto a la jurisdicción realenga bajo el control de Sevilla, no se sabe muy bien por qué motivos, o como resultado de los pleitos tras la muerte del Conde-Duque o por deudas de éste con la Real Hacienda. El señorío constituido por don Gaspar de Guzmán se disgregó en dos ramas: el Estado de Olivares: Albaida, Camas, las dos Castillejas, Heliche, Olivares, Salteras, Tomares y San Juan de Aznalfarache, que heredó el sobrino del Conde-Duque, y nuevo valido real, don Luis Méndez de Haro; por otro lado, el señorío constituido por el marquesado y mayorazgo de Mairena que recayó en el hijo natural del Conde-Duque, don Enrique Felípez de Guzmán, con Palomares, al que se añadieron, tras los continuos pleitos, Sanlúcar la Mayor con su ducado, Mairena del Aljarafe con su marquesado, Aznalcóllar con su condado, Coria, la alcaidía del castillo de Triana y el alguacilazgo mayor de la Inquisición, que heredó el yerno del Conde-Duque el duque de Medina de las Torres y que, a su vez, heredarían sus sucesores los príncipes de Astillano y condes de Altamira. El resto de los territorios de señorío, en algunos casos, se sucedieron a los herederos de sus anteriores poseedores y, en otros, cambiaron de dueños aunque no de sistema sociopolítico.
La incidencia de estos señores en los lugares aljarafeños fue distinta, los que adquirieron sus posesiones en el siglo XVI, que además serían en buena medida señores territoriales, parece que mediatizaron aún más el discurrir vital de esos lugares aunque, según Herrera, no parece que abundaran los roces entre gobernantes y gobernados. Esta influencia local parece que fue menos determinante en los lugares adquiridos en el siglo XVII, allí hubo roces y conflictos con los concejos de las villas aljarafeñas cuyo gobierno sus señores abandonaron en manos de delegados (gobernadores, alcaldes mayores, etc.), por lo que la administración de estos concejos se redujo a la confirmación de oficios y cobranza de ciertos derechos cada vez más exiguos. De los primeros se conservan, o al menos hay noticias, de ordenanzas que regulaban la vida local.
CAP. II. LA PROPIEDAD Y LA EXPLOTACIÓN DE LA TIERRA:
Antonio Herrera distingue tres grupos de poseedores de la tierra aljarafeña: la nobleza, la aristocracia de los negocios sevillana y la Iglesia. La gran propiedad es la que absorbe la mayor y mejor parte de las tierras del Aljarafe, hasta un 35-40% del conjunto de las mismas, estima nuestro autor, está en manos de la nobleza vinculada en los mayorazgos de procedencia bajomedieval o como latifundios libres propiedad de la nobleza o la burguesía comercial sevillana. Procedentes de la Baja Edad Media estaban, entre otros, los latifundios de la familia Marmolejo en Camas, Ortiz de Zúñiga en Valencina, Lando y Ruiz de León en Belmonte y Rejujena (Bollullos de la Mitación), Melgarejos en Majalcófar (Almensilla), Esquiveles y Portocarreros en Benacazón, los Ortices en Palomares, los Roelas en Torrearcas (Bollullos), Bormujos, Mejina (Espartinas) y Mairena, todos ellos sirvieron de base con sus acumulaciones de propiedades territoriales para las fundaciones de mayorazgos, que proliferaron en el Aljarafe, en el siglo XVI. Esta importantísima institución del mayorazgo sirvió, con la vinculación de las tierras a ellos adscritas, para asegurar una continuidad en el tiempo y en el espacio del linaje, una intención, la de perpetuación del linaje que se desarrolla enormemente en el siglo XVI vinculada a los fuertes capitales que están surgiendo en Sevilla en relación con el comercio de la Carrera de Indias y la “necesidad” de ennoblecerse de los titulares de estos capitales cuyo primer paso sería la constitución de un mayorazgo.
Según Antonio Herrera el núcleo más importante de los bienes vinculados en el mayorazgo lo constituía el olivar y, como consecuencia de ello, los molinos aceiteros con sus pertrechos: piedras, vigas, silos, tinajas, almacenes y casas de cogederas. Seguían en importancia las tierras de pan sembrar y las viñas, éstas con sus bodegas, lagares y tinajas. También se incluían casas, en no pocas ocasiones en forma de haciendas entre las que aparecen con frecuencias capillas u oratorios (Torrearcas, El Alcarria o Torrijos). El resto de las tierras vinculadas serán dehesas, ejidos, prados y pastos y tierra montuosa o pinares; los higuerales, tan frecuentes en el Repartimientos, prácticamente habían desaparecido y aparecen ahora alamedas. A estas generalidades vinculadas, habría que añadir ciertas especialidades: señorío y jurisdicción de villas; censos y tributos; juros; las alcabalas del lugar; patronatos sobre capillas en la Iglesia parroquial y conventos. Los poseedores de estos mayorazgos erigidos en el quinientos estaban vinculados a la burguesía terrateniente sevillana, no ostentaban, aún, títulos de nobleza y formaban parte del patriciado urbano que controlaba el cabildo secular sevillano. Casi todos ellos poseían casas principales en Sevilla, Herrera nos da la ubicación de algunas de ellas: los Duarte de Benazuza en la collación de San Nicolás; los Roelas de Torrearcas en Omnium Sanctorum; los Roelas de Mairena en San Andrés; los Caballero de Cabrera de Espartinas en la calle Francos; los Melgarejo de Tablantes en San Miguel; los Arellano de Gelo en San Bartolomé; los Zúñiga de Gines y Valencina en San Andrés y San Martín y los Santillán de Valencina en San Vicente. Todos estos mayorazgos se vieron acrecentados a medida que aumentaba la riqueza de estas familias, en muchas ocasiones, por medio de la creación de segundos mayorazgos; el más destacado, sin duda, tal como afirma Herrera, es el del Conde-Duque de Olivares en 1624 y 1628 con el añadido, entre otros, del señorío de Sanlúcar la Mayor con su título ducal y el marquesado de Heliche. Fue tanta la tierra vinculada en el siglo XVI que en los posteriores apenas se crearon mayorazgos, reduciéndose a los creados en el XVII en Gelo y Tablantes y en el XVIII en Torrequemada y Benajiar por el primer marqués de Torreblanca del Aljarafe. Lo que sí se produjeron en estos siglos fueron ventas y acumulaciones de los mayorazgos. Más del 90% de estos mayorazgos, estima Herrera, lo poseyeron a partir de la segunda mitad del siglo XVII la nobleza titulada que, además, fue propietaria de otras tierras, rentas y oficios bajo distintas estructuras jurídicas.
De dos formas, nos afirma Herrera, fueron explotados estos latifundios: de una forma directa o indirecta. De la primera el propietario intervenía a través de sus administradores y que Herrera asocia fundamentalmente al cultivo del olivar aunque también alude a cortinales, huertas y arboledas de frutales. La forma indirecta de explotación de la tierra se vincula a los arrendamientos y las enajenaciones enfitéuticas, la segunda predomina en el siglo XVI y primera mitad del XVII, mientras que el arrendamiento predominará en la segunda mitad del XVII y el XVIII, todas las vicisitudes de estos contratos nos las expresa Herrera con todo lujo de detalles (pp. 142-162).
En cuanto a las propiedades eclesiásticas, nos afirma Herrera, están constituidas por una “verdadera maraña”: Mesa arzobispal de Sevilla, el cabildo catedral, la fábrica y capellanías catedralicias, las comunidades religiosas sevillanas, los hospitales sevillanos, las comunidades religiosas aljarafeñas, las cofradías y los hospitales de villas de la comarca, imágenes de especial devoción, etc. Antonio Herrera estructura, para su estudio, en cuatro apartados estas propiedades: las de las instituciones catedralicias; las del arzobispado de Sevilla; las Órdenes religiosas y las parroquiales (pp. 163-200).


CAP. III, LA PRODUCCIÓN:
Tres cultivos fundamentales basan esta producción: la triada mediterránea con el olivo, la vida y el cereal, que comprendían el 60% de las tierras aljarafeñas y más del 98% de las tierras labradas del Aljarafe.
El olivar no representó, contra lo que pudiera parecer, la principal fuente de explotación agrícola del Aljarafe. Ni siquiera lo fue así en el Repartimiento en el que predomina la tierra de sembradura. Esto lo corrobora las continuas protestas sevillanas contra el descepe de olivos aljarafeños para su utilización como leña, casi siempre fundamentadas en la esterilidad de los esquilmos. Frente a esto, Herrera observar un fuerte incremento de los precios y de valor de los olivares y un mantenimiento en las centurias del Antiguo Régimen como “cultivo señorial, de salida asegurada y rentabilidad remuneradora a largo plazo” (p. 231). La base económica fundamental del rendimiento del olivar estaba constituida por el aceite, Herrera ha conseguido reunir muchas alusiones a la bondad de esta grasa vegetal aunque, afirma, todo cambia cuando llega la hora de establecer rendimientos, utilizando para establecer aproximaciones las relaciones de cuentas de la administración de la renta del diezmo del aceite, concretamente para el periodo 1758-1780. El Aljarafe se hallaba dividido, a efectos de la fiscalidad del diezmo aludido, en veredas: la de Sanlúcar la Mayor, con veinte molinos; la de Aznalcázar que incluía en sus veinte molinos los de Bollullos y Benacazón; la de Huévar con otros tantos molinos; la de Tomares con más de treinta molinos y la de Villanueva con una veintena de molinos. En el periodo que estudia son escasas las cosechas excelentes (superiores a las 150.000 arrobas) que se suelen producir con una periodicidad de 8-9 años precedidas, a su vez, de cosechas mínimas seguidas de otras bajísimas (inferiores a 30.000 arrobas). Concluye Herrera con una tónica predominante de buenas cosechas con una producción media de 80.000 arrobas anuales, con un rendimiento medio de 12 arrobas por aranzada (en las tierras de primera clase), de 9 en las de segunda y de 5 en las de tercera, existiendo en el Aljarafe más de 8000 aranzadas de primera y segunda clase y alrededor de 3000 de tercera.

En cuanto a la viña Herrera detecta una expansión del viñedo durante todo el siglo XV y el XVI, mientras que nuestro autor afirma estar tentado de afirmar que durante el siglo XVII retrocede el viñedo aljarafeño vinculado al estatuto de crisis generalizada de ese siglo. En el siglo XVIII, como en otros aspectos, se produce una recuperación, con unas 5000 aranzadas de viñedos repartidos por todos los lugares del Aljarafe aunque era predominante en los términos de Espartinas, Umbrete y Villanueva del Ariscal, aunque era muy importante en el de Bollullos de la Mitación, en cuyos términos se reunía prácticamente el 50% de las viñas aljarafeñas. En cuanto a la producción, Herrera no detecta los altibajos que se había producido en la producción olivarera, detecta el autor un rendimiento bastante estabilizado, continuo y remunerador del viñedo. Ni que decir tiene que este rendimiento variaba según la calidad de las tierras, así la aranzada de viña de primera clase producía de media 62 arrobas de vino, los términos de mayor producción por aranzada son los de Aznalcázar, Bollullos, Bormujos, Espartinas, Huévar, Mairena, Palomares, Salteras, Tomares con San Juan, Villalbilla y Villanueva del Ariscal con una media que oscila entre las 70-75 arrobas por aranzada. Para Herrera, el 15% de la extensión de las tierras dedicadas a la vid corresponden a la uva consumida en verde, los precios, por fin, oscilaron sobremanera dependiendo del año e, incluso, del término municipal en cuestión.

Respecto de la tierra de sembradura, Herrera afirma que ocupa la mayor extensión del Aljarafe, así en el siglo XVIII alcanzaban casi la mitad de la totalidad del Aljarafe y las tres cuartas partes de sus tierras cultivadas; sin embargo, fueron las de más bajo rendimiento por aranzada. Para el autor, la extensión de este cultivo cerealístico fue en función de las propias necesidades de consumo y sementera aljarafeñas. No contó el autor con tiempo de establecer gráficas de producción, aunque afirma que la fluctuación de la producción cerealística hubo de darse tal como Pierre Ponsot había establecido para la localidad de Bollullos del Condado, con una tendencia a la subida de precios durante los tres siglos estudiados. A mediados del siglos XVIII, son 50.000 las aranzadas destinadas en la comarca a la sembradura que suponen el 46’5% de la extensión total del Aljarafe, representando un predominio casi absoluto en los términos situados en el norte de la comarca: Olivares, Albaida y Salteras; y, en menor medida, Valencina y Santiponce. A este territorio, habría que sumarle la zona transicional al Campo de Tejada, en las que predominan las 9699 aranzadas de sembradura de Aznalcázar. En todos estos términos se dio el sistema de cultivo de año y vez, dejando en barbecho tierras que se sembraban al año siguiente y con el predominio absoluto del trigo y la cebada que produjeron un rendimiento medio de 7’35 por uno para el trigo en las tierras de primera clase, de 6 por uno en las de segunda y de 4’5 por uno en las de tercera. Para la cebada los rendimientos eran de 7’5 por uno, de 6 por uno y de 5 por uno respectivamente. Se complementaba la tierra de sembradura con la siembra de centeno, zahína, maíz, escaña. Entre las semillas y legumbres predominan: arvejones, habas, yeros y garbanzos. Hay que destacar también los melones y sandías, el lino y el cáñamo. Antonio Herrera también estudia la incidencia de otros cultivos y aprovechamientos rurales, así como de la vegetación forestal y montuosa. Por último, remata el capítulo con el estudio de la ganadería y su relación con las dehesas boyales de los concejos.
CAP. IV, DEMOGRAFÍA Y SOCIEDAD:
Para Herrera establecer tendencias demográficas en el Aljarafe durante el periodo que estudia, ha sido el problema más arduo de los enfrentados a la hora de elaborar su magnífico estudio. La escasez de fuentes así como la propia incertidumbre y contradicciones de las utilizadas, están en la base de estos problemas.
Parece que a partir de las repoblaciones del siglo XIV el crecimiento y estabilización territorial de la población aljarafeña se presenta como un hecho evidente, y se hará, frente a la dispersión de épocas anteriores, por medio de una concentración en villas con organización concejil castellana que traerá como consecuencia más evidente el fenómeno, interesantísimo, de los despoblados aljarafeños como producto de “una desaparición del antiguo sistema agrario y una transformación en las formas de explotación del suelo” (p. 317)
La tendencia de la población aljarafeña en los tres siglos estudiados por Herrera es de aumento progresivo, establece un porcentaje de crecimiento para el periodo que oscila entre el 34% y el 45%. Por siglos destaca el XVI como un periodo de fuerte crecimiento demográfico al hilo del crecimiento, de todo tipo, que experimenta la propia metrópoli sevillana, destacando Sanlúcar la Mayor; por el contrario, los baches demográficos se sitúan en el siglo XVII, Herrera señala como causas las epidemias (señalando especialmente la terrible de 1649) y la crisis generalizada de Castilla y no le parecen de suficiente importancia para esta incidencia las cifras de emigrantes a Indias. La recuperación se observa de los años finales del siglo XVII y, ya más claramente, en el XVIII; por consiguiente, la conclusión es positiva se observa un crecimiento durante todo el periodo.
La sociedad aljarafeña es básicamente campesina, tiene sus fundamentos en la explotación agrícola “y aunque inculta hábil y dotada de bastantes dosis de sentido común y experiencia acumulada para mirar con serenidad y buen juicio los acontecimientos y avatares de la vida” (pp. 336-37). Para Herrera, los señores a pesar de aparecer censados en las villas aljarafeñas, no vivieron en ellas “sino en salvas y contadas épocas del año”, la nobleza, por tanto, no incidía de una manera directa en la vida aljarafeña. Si la población protestaba contra posibles atropellos tributarios, ésta la canalizaba a través de sus gobernadores o administradores y, aunque se dio casos de enemistad entre señores y vasallos, predominaron las relaciones pacíficas y la aceptación indiscutible del señorío. Sin embargo, Herrera sí detecta entre los vecinos aljarafeños a la pequeña nobleza, caballeros e hidalgos, si bien en corto número y, por ello, con escasa incidencia. Quien de verdad dejó sentir su peso estamental en estas poblaciones sería el clero. En el Aljarafe se detectan conventos, aunque no en gran número, franciscanos en Castilleja de la Cuesta, Loreto (Espartinas) y San Juan de Aznalfarache, mínimos en Aznalcázar y jerónimo en Sanlúcar la Mayor donde también existían carmelitas descalzos y un hospicio de basilios reformados. Sí son numerosos los clérigos seculares presentes en todas las parroquias, encargados de ellas, a través normalmente del servicio del beneficios simple, o sirviendo capellanías o memorias de misas. En cuanto a las “clases medias”, Herrera detecta un amplio abanico de profesiones y oficios; el autor habla de una “burguesía rural” que copa los oficios concejiles, mientras que el estrato más bajo de esta capa está constituido por aquellos dedicados a los servicios más modestos encuadrados por Herrera en el grupo “artes y oficios”; unas clases medias, en fin, que suponen algo menos de la cuarta parte de la población activa aljarafeña. La clase más numerosa, y que deja menos documentación para el historiador, es la campesina que suponía entre el 70-75% de la población activa y cuya función era la participación en las tareas agrícolas. La ausencia de conflictos hace pensar a Herrera una cierta benevolencia en las condiciones de trabajo que achaca a la fertilidad de las tierras aljarafeñas y al trabajo casi continuo “cuyas condiciones le facilitaron una vida sosegada y relativamente feliz, dentro de la humilde moderación de sus miras y ambiciones y habida cuenta de su sobriedad”. (p. 343). Herrera detecta pobres de solemnidad, aunque es imposible su contabilidad, así como minorías étnico-religiosas, en proporciones mínimas. Una estructura social sencilla, sin clases radicalmente distantes, en una población densa y ocupada de base económica agraria que cubría con creces las necesidades poblacionales de la comarca.
CAP. V, LA VIDA DIARIA:
El autor divide su estudio de la vida diaria en tres secciones: la vida concejil, la vida religiosa a través de la organización eclesiástica y, por último, la religiosidad popular.
En el capítulo anterior Herrera había establecido los municipios o concejos del Aljarafe que aparecían en el siglo XIV: Aznalcázar, las mitaciones de Bollullos, Cazalla Almanzor (Espartinas) y Santo Domingo del Repudio (Bormujos), Coria, Huévar, Palomares, Salteras y Sanlúcar la Mayor. Un siglo más tarde, en el reinado de los Reyes Católicos, aparecen ya prácticamente todos los concejos que constituyeron las villas del Antiguo Régimen. El gobierno local se haya constituido por un alcalde mayor o gobernador, o por tenientes de éstos, que son nombrados por el señor de la villa; los alcaldes ordinarios, en número de dos (estado de los hijosdalgo y pecheros), articulan la vida municipal y se constituyen en jueces de primera instancia ante los conflictos locales; los regidores, en número variable, (uno en Castilleja de Guzmán o Umbrete, cinco en Salteras, siete en Aznalcázar); alcaldes de la Santa Hermandad, en número de dos, que junto con los cuadrilleros combatían los delitos rurales; alguaciles, mayores u ordinarios, ejecutores de las decisiones judiciales; los mayordomos-receptores, a cuyo cargo estaba la contabilidad concejil; los escribanos, el único de los “funcionarios” concejiles que gozaba de salario, levantaba actas de los cabildos, en muchas ocasiones disfrutaban de una escribanía pública (notarios). Estos fueron los oficios concejiles más comunes, pero se dieron, en menor proporción otros: síndicos-procuradores, depositarios o administradores del pósito, alféreces mayores, colectores y receptores de bulas o del papel sellado, etc. La elección de estos cargos concejiles se realizaba anualmente en los primeros días del año, por unos electores que variaban en número y que disfrutaban de un cierto prestigio social. En los lugares de señorío, correspondía a los señores, tras la elección, efectuar la confirmación de los elegidos, en el caso de lugares de realengo esta confirmación la daba su señor: el cabildo de Sevilla. Esta sería, según Herrera, la conformación teórica del municipio, el desarrollo de la vida municipal a lo largo de estos siglos permitió múltiples variaciones y circunstancias en los distintos lugares aljarafeños, algunas de las cuales narra nuestro autor (pp. 362-374).

La vida municipal se establecía en torno al Ayuntamiento o Casas del Cabildo, la vida religiosa se hallaba distribuida por la Iglesia parroquial. Tras la conquista de Sevilla por las tropas castellanas se produce la recristianización del territorio, las primeras parroquias aljarafeñas serían: Aznalcázar en cuya limitación entraba Castilleja de Talara, la Torre de Benicaço (Benacazón) y Chillas; Bollullos; Cazalla Almanzor, de la que era filial la de Gines; Coria con tres clérigos; Cuatrovita, Palomares con sus filiales de Gelves y Mairenilla; Huévar, Paternilla de los Judíos con Espartinas como filial; Salteras con tres clérigos, las tres parroquias de Sanlúcar la Mayor con ocho clérigos, San Juan de Aznalfarache con su filial de Tomares y Valencina Tostón con Montijos. A partir de aquí fueron desarrollándose, como ocurría con los municipios, las distintas parroquias que se fueron insertando en tres vicarias eclesiásticas del arzobispado de Sevilla (Sevilla, Sanlúcar la Mayor y Aznalcázar), teniendo en cuenta que existían enclaves exentos de la jurisdicción del arzobispado y que lo fueron de las órdenes militares y regulares. La única alteración estatutaria en el periodo fue la ocurrida en Olivares al ser erigida su parroquia como Abadía colegial gracias al impulso del segundo Conde de Olivares, don Enrique de Guzmán, y de su hijo el famoso don Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, que quedó nullius diócesis y que agrupó los lugares del Estado: Albaida, Sanlúcar la Mayor, Heliche y Castilleja de la Cuesta. En torno a estas parroquias se desarrolló la vida religiosa de los aljarafeños. Nuestro autor nos da cuenta de ella, alude a las famosas cofradías, a los hospitales y, en definitiva, a las devociones más populares (pp. 376-384).
Antonio Herrera finaliza su obra realizando una semblanza del ajetreo cotidiano de los pueblos aljarafeños. Alude al desarrollo de los caseríos, a partir, muchos de ellos, de las viejas alquerías musulmanas, con una disposición radial a partir de la plaza, donde se encuentra la iglesia y las casas del cabildo, en muchas ocasiones aprovechando los propios caminos, por lo que se constata el aumento de este caserío al hilo de la demografía en la época estudiada. En este caserío detecta Herrera una maraña de casas pero también de haciendas, bodegas, molinos, atahonas, huertas y cortinales que dan vida a los pueblos aljarafeños y estructuran su poderosa arquitectura popular tan característica de la comarca. Describe las casas, en función del señor, del labrador o del jornalero, la ubicación de los mesones, la vida dentro de ellas, es decir, la incidencia de la economía doméstica, la comida diaria, el agua, el vino, el aguardiente, la caza, los oficios, la educación (las escuelas, el maestro, la alfabetización), la salud, la enfermedad y, por fin, la muerte.

Me consta que todos los aljarafeños aman su pueblo con pasión y, me consta también, que todos sus habitantes, los que han llegado con la expansión, han elegido libremente vivir en esta comarca. Sin embargo, la lectura de este libro, entre otras cosas, podría servir para conocer, y por ello amar, mejor el Aljarafe, para sentirse identificado con todo el conjunto de sus pueblos. Éstos, los pueblos aljarafeños, se han mancomunado para articular mejor su praxis vital: residuos sólidos, agua, desarrollo comercial y turístico; el amor hacia el Aljarafe, cuyo aumento proporciona esta lectura, nos inclina a mancomunarnos en la cultura: investigar, preservar y dar a conocer nuestro riquísimo patrimonio cultural, hace falta que nos sintamos orgullosos de los dólmenes de Valencina; de los dos monumentos de Santiponce: Itálica, la impresionante ciudad romana aljarafeña y, por supuesto, de sus dos hijos, nuestros paisanos: Trajano y Adriano, y del monasterio de San Isidoro del Campo; de la colegial de Olivares y de Juan de Roelas, clérigo en ella; de la rica Ivlia Constantia Osset (San Juan), de la Fuente del XVIII de Aznalcázar, la antigua Olontigi, así como de las portadas mudéjares de su templo parroquial; del río Guadiamar; de Laelia; de los retablos maravillosos de Umbrete; de la torre de Salteras; del Repudio, del palacio de Castilleja de Guzmán, de la torre mocha de Albaida, de la viga de la bodega de Góngora en Villanueva, de la Casa de las Monjas y del convento de Loreto de Espartinas, de la poetisa Mercedes de Velilla que murió en Camas, de allí es también Curro Romero, Paco Camino y Almendro y, por supuesto, el tesoro del Carambolo; de Castilleja de la Cuesta donde murió Hernán Cortés; de las haciendas de Bollullos; de Andrés Martínez de León que nació en Coria, la antigua Caura; de la Iglesia fortificada de Puebla del Río; de las murallas almohades de Sanlúcar la Mayor; de las haciendas, todas de propiedad municipal, de Gines..... de los olivos, de la viña, del mosto, del aire y de las gentes del Aljarafe.

Aquí concluimos este análisis de la obra del maestro Antonio Herrera, de su magnífica obra, que todo aljarafeño debería leer (como yo leí con fruición por primera vez hace ahora casi treinta años), y tener, como yo tengo en un lugar destacado y principal, el que más, de mi Biblioteca de Temas y Autores Aljarafeños.

miércoles, 1 de abril de 2009

DIEGO LEÓN, CARA ANCHA Y AZNALCÁZAR

El jueves día 26 fui a Aznalcázar donde a las 8 de la noche se presentó un libro del amigo de muchos Diego Antonio León García, titulado El Torero “Cara Ancha” y Aznalcázar, que editaba el Ayuntamiento e imprimía la Diputación Provincial. Me impresionó el acto pues en el Salón de Usos Múltiples municipal habría trescientas personas; es, desde luego, el acto de presentación de un libro más concurrido que he asistido en el Aljarafe, se ve que Diego tiene muchos amigos y, claro está, que el tema agradaba al pueblo, aunque no sólo hubo aznalcaceños pues también acudieron al acto de otros pueblos, allí vi gente de Benacazón, Villamanrique y Salteras, por ejemplo, e, incluso, de Sevilla pues conocí al célebre Monchi, director deportivo del Sevilla F.C. íntimo amigo de Diego. Diego es uno de esos héroes culturales que escasean pero que cada pueblo, afortunadamente, tiene alguno, es un gran defensor de la historia y la cultura de su pueblo y lo demuestra en las asociaciones a las que pertenece, en las publicaciones en las que colabora y, ahí es nada, en los archivos y hemerotecas en las que busca incansable la huella del pasado. Diego pertenece al Grupo Ecologista Menoba, (ese nombre antiguo de un río tan aljarafeño como el Guadiamar), y también dirige y coordina, en colaboración con Pedro José García Parra, la revista de patrimonio cultural Cuadernos de Aznalcázar, sin duda, la más destacada del Aljarafe (o, probablemente, la única en su género) y de las más importantes de toda la provincia; además, Diego preside la Asociación Cultural de Amigos del Patrimonio de Aznalcázar y es miembro de una loable asociación: las ASCIL (Asociación sevillana de cronistas e investigadores locales) que realiza una encomiable labor de cohesión entre todos los investigadores de historia de la provincia de Sevilla. El acto de presentación del libro lo moderó el periodista taurino José Enrique Moreno, quien no pudo dejar de admirarse de la expectación que había levantado el libro tanta, dijo, como el mano a mano que se avecina de dos grandes diestros aljarafeños: Morante de la Puebla y el Cid de Salteras. Intervino la alcaldesa, la delegada de cultura, un diputado de la Diputación Provincial manriqueño y el presidente de la ASCIL, todos tuvieron emotivas palabras para Diego y elogiaron su labor y, por supuesto, el libro que presentaba en sociedad
Pero vamos a eso, al libro. Diego se ha atrevido, con valor taurino, con una biografía de uno de los muchos toreros aljarafeños que necesitaba un estudio serio como el de Diego. Y digo aljarafeño pues aunque Cara Ancha nació en Algeciras el 8 de mayo de 1848, decidió vivir, y morir, en Aznalcázar y eso es ser aljarafeño. El libro está prologado por otro torero: Eduardo Dávila Mihura. La obra no se estructura por capítulos, los epígrafes variados pueblan su cuerpo, desde los Orígenes de José Sánchez del Campo, que así se llamaba el famoso torero, (maestro de matar recibiendo) pasa por un recorrido por las distintas temporadas en las que brilló con luz propia por los ruedos españoles (1873-1894), su despedida en Sevilla en ese último año, así como la relación de Cara Ancha con los artistas: pintores, poetas, cupletistas, hasta llegar a la relación que el torero tuvo con el pueblo aljarafeño: su llegada a Aznalcázar, el perfil político, el nombramiento en 1900 de hijo adoptivo de la localidad, la rotulación de una calle en 1925, la cesión de un mausoleo en el cementerio local y la muerte del famoso torero ocurrida el 30 de marzo de 1925. Además, en los apéndices se reproduce una entrevista al diestro publicada en El Ruedo en 1917 y, por supuesto, un suculento apéndice fotográfico que nos muestra la fisonomía del matador, su familia y Aznalcázar en aquellos años. Cierra el libro un epílogo de Pedro José García Parra.

CARA ANCHA Y AZNALCÁZAR: Cara Ancha llega a Aznalcázar en 1895 con 47 años de edad y con la profesión de propietario agrícola, que ejerció sin duda. Tan sólo tres años más tarde solicitaba al Ayuntamiento colaboración para crear un cuartel de la Guardia Civil que, como sabemos, fue un cuerpo rural que vigiló el territorio con sus famosas visitas a los cortijos, es lógico que Cara Ancha, en representación de los propietarios aznalcaceños, fuese con la Corporación Municipal a visitar al principal propietario de esos pagos aljarafeños, la condesa de París en Villamanrique para que moviera los hilos ante la autoridad competente. Tan sólo veinte días se tardó en los trámites pertinentes para obtener el conforme del director general del cuerpo. Diego nos narra todas las realizaciones que el propietario Cara Ancha realizó en el pueblo: organización de la guardería rural, (otra institución de protección de la propiedad), compra de una bandera para el Ayuntamiento en los días solemnes, arreglo de los caminos rurales hasta entonces intransitables, reorganización del Pósito, adecentamiento del Ayuntamiento, contribución en la adquisición de un reloj municipal inaugurado el primer día de 1899 (con la consiguiente alegría del alcalde que, a la sazón, se convertiría en el administrador de las fincas de Cara Ancha); además, el famoso torero dirigía las novilladas que el Ayuntamiento organizaba con motivo de las fiestas del Corpus Christi, en las que destacó el torero local Pedro Pelayo Sánchez quien llegó a torear en Sevilla, Madrid y Barcelona. Es curioso, pero todas estas consecuciones de Cara Ancha fueron desde la óptica del Ancho del embudo: encaminadas a la mejora de la red de propietarios, que yo sepa no hizo ningún colegio.

Cara Ancha parece un alcalde o, más bien, mucho más que un alcalde, de ahí que casi todos sus biógrafos destaquen que fue alcalde de Aznalcázar, cosa que Diego León desmiente categóricamente gracias a su investigación en las actas capitulares aznalcaceñas. Parece lógico, no le hizo falta al célebre torero llevar el bastón de mando, lo tenía de una forma invisible: desde sus humildes raíces algecireñas había llegado a propietario. Y aquí entramos, entra el autor, en el perfil político del torero-propietario. Cara Ancha fue presidente del Comité Local del Partido Conservador desde su llegada al pueblo y durante más de veinte años (1895-1916), adscrito a la facción ybarrrista que lideraba Eduardo y Tomás Ybarra y Lasso de la Vega. Diego León nos da, muy inteligentemente, la clave de lo que fue el conservadurismo sevillano y aljarafeño que barrunta el caciquismo:
Políticamente los “YBARRA” ofrecerían al torero una serie de favores que le permitían seguir teniendo una posición dominante y al mantenimiento de sus propias microclientelas en el ámbito local, además de contar con la familia como cabeza clientelar a la que, por ejemplo, “dar las gracias por la gestión en un asunto concreto que le ha recomendado”. En cambio, Cara Ancha podía ofrecerles la creación y el mantenimiento de unas redes clientelares locales que consiguiesen integrar en el sistema de turno de partidos a amplios segmentos de las clases medias. Pero también conseguir domesticar y sofocar las tendencias de cambio que de vez en cuando pudiesen surgir con aspiraciones regeneracionistas. (pp. 155-56)
No hay la menor duda de las intenciones de nuestro insigne y genial Antonio Machado cuando en 1913 describía así a un genérico cacique, o señorito andaluz, absolutamente decadente y vacío:
Ese hombre del casino provinciano/ que vio a Carancha recibir un día,/ tiene mustia la tez, el pelo cano, / ojos velados por melancolía;/ bajo el bigote gris, labios de hastío,/ y una triste expresión, que no es tristeza,/ sino algo más y menos: el vacío/ del mundo en la oquedad de su cabeza….
La supuesta labor benefactora de Cara Ancha le fue reconocida, en marzo de 1900, con la concesión de Hijo Adoptivo de Aznalcázar. Murió el célebre torero el 30 de marzo de 1925, para alojar sus restos el Ayuntamiento cedió a su familia en el cementerio municipal un panteón. Un mes más tarde se rotularía una calle con su nombre en Aznalcázar, o más bien se acordó rotularla pues, según Diego, jamás se hizo de facto ¿Por qué nunca se llegó a rotular? Tal vez la desidia o, quizás, los cambios políticos puedan tener la respuesta.
Gracias Diego por tu buen libro, que se suma a mi biblioteca y, por supuesto, al acervo cultural de Aznalcázar y de nuestra bella comarca aljarafeña.